La reciente puesta en escena de Don Evaristo, con su propuesta no seamos trompudos, es una evidencia más de la pérdida innegable de cordialidad que en algún momento caracterizó a los quiteños.
Los conductores y peatones suelen alternar el lugar de insultados e insultadores, las madres son mentadas con facilidad, se ofrece al público oyente un vocabulario vulgar y obsceno e inclusive se puede llegar a presenciar golpes y empujones en media calle.
¿Será que en nuestra conventual Quito, al verse estos abusos como actos tildados de viveza y a quien los realiza como ‘vivos’, nadie quiere ser tonto o lo que es peor todos quieren ser vivos?
Si no nos apropiamos individualmente del compromiso de ser mejores personas, no por miedo a la punición o porque esté prohibido; sino porque somos capaces de reflexionar y reivindicar nuestros actos, perderemos no solo la paciencia sino que también la cordialidad que nos caracteriza.