Miguel Ángel decía “La contemplación de la belleza eleva el alma”. Quizá, este aforismo sedujo y conquistó los espíritus cristianos más conservadores y escépticos, dentro de estos, los eclesiásticos, a cuyo dogma se encontraba sometido, un arte exclusivamente sagrado y religioso, inspirado únicamente en la doctrina teológica, con poco sentido de profundidad e incapaz de transmitir sensaciones terrenales.
Una suerte de dualismo creador, se apoderó de su genio, cuando de este emergieron dos fuerzas artísticas antagónicas, la una encaminada a exaltar el paganismo, la otra a consolidar su inquebrantable fe cristiana; no obstante su arte recibió el favor del Papa Julio II, Sumo Pontífice que le contrató para que pintara, e hiciera esculturas en iglesias y plazas de Roma, las mismas que naturalmente debían llevar un mensaje estrictamente religioso, como aquella escultura en la cual se representaba a dos esclavos sometidos al poder divino, simbolizando de esta manera el triunfo del Dios cristiano sobre las creencias paganas, sin embargo Miguel Ángel superpone veladamente el suyo, para reproducir la lucha abnegada del alma por liberarse de las ataduras del cuerpo. La iglesia nada pudo hacer ante el aluvión creador de Miguel Ángel y de otros artistas que florecieron en el Renacimiento.