El país se encamina desgraciadamente, en sentido contrario al progreso en vez de avanzar hacia un futuro promisorio en lo social, científico y tecnológico. La corrupción ha sumido a la nación en los más bajos fondos de la inmoralidad. Las denuncias que se expresan, día a día, en contra de instituciones públicas y privadas ya no causan ninguna sorpresa.
La justicia también ha sido víctima de la crisis espiritual y material, esta cualidad que obliga a realizar solo lo permitido, recto y justo, y que está conforme con la razón, el conocimiento y la ley. El ejercicio y la práctica profesionales de la justicia exigen que se disponga de recursos humanos calificados con vastos conocimientos y sólida personalidad. En estos últimos días se ha conocido la increíble realidad del más alto organismo judicial, según la evaluación realizada veinticuatro de sus miembros, las dos terceras partes, carecen de preparación, de autoridad moral y ética. Han llegado a esas instancias por procedimientos tortuosos e ilegítimos. La sociedad se enfurece y rechaza la forma de dictar sentencias. No se juzga “por falta de pruebas” dicen, pero ellas están a la vista. Se dilatan procesos que deben ser rápidos y ágiles, la impunidad se impone, se olvida que “la ley es dura pero es ley”.
Este comportamiento es el causante de la pérdida de credibilidad, del aumento de la delincuencia, de la fuga de los acusados y detenidos. La lenidad de los jueces que, en vez de juzgar, dejan libres a ladrones, criminales, violadores y terroristas es otra agravante. Paradojas lesivas al pueblo ecuatoriano que deben ser corregidas con urgencia.