Casi inmediatamente de superar en tiempo, más no en los hechos que son de dominio público, el país evidencia una aparente calma y hasta parece que de a poco se va olvidando de los milagros comprobados del correísmo y ha experimentado el aparecimiento de un disque mandatario conciliador y dispuesto al dialogo.
El Presidente tiene la responsabilidad de trabajar por y para el bienestar del País; para tal efecto, es necesario que se rodee de ciudadanos probos que le sumen y no mantener en cargos protagónicos a rezagos del gobierno anterior que lo único que hacen es mantener vigente a un líder que ya perdió hegemonía y que desde su trinchera belga sigue aleteando al haber perdido el poder que no solo tenía frente a la Función Ejecutiva, sino a todos los poderes del Estado.
Estamos en el umbral del 2019, y los ecuatorianos seguimos creyendo que las cosas van a mejorar y que los millones de dólares que se esfumaron van a regresar, que las obras inconclusas van a ser una realidad, que el desempleo va a desaparecer, que los asaltos a mano armada son cosa del pasado, que el servicio hospitalario del IESS es de primera, que los cabildeos en la Asamblea solamente son para beneficiar al pueblo, que los diezmos son fantasías, que el caso Gabela se va a aclarar, etc. etc.
De no ser así, ya nos está dando ganas de creer que con Lucio estábamos mejor, que el loco que ama estaba cuerdo, que Jamil no debió haber corrido, que quemando el año viejo se van a ir todos los males, y así por el estilo. La esperanza es lo último que se pierde, pero más allá de eso, el Ecuador debe cifrar sus esperanzas en el Dios del cielo, quien de seguro nos demanda que hagamos lo nuestro.