Las explicaciones teóricas y la poca efectividad de las nuevas medidas de seguridad no alcanzan para nada. Se sigue matando gente en las cárceles y los problemas estructurales crecen.
En menos de dos semanas, y en pleno estado de excepción, hubo ocho muertes violentas entre privados de libertad y una fuga de tres en la cárcel de Guayaquil, conocida como la Penitenciaría del Litoral.
La autoridad muestra su impotencia y sus límites. Entonces la sociedad, una vez más, expresa su malestar por la indefensión, y el estado de excepción tiene ribetes de ironía.
Renunciaron altos cargos. El Director de la Penitenciaría del Litoral se fue. El Director Nacional de Rehabilitación insistió en su renuncia. Ambos aluden a amenazas y a la estabilidad de su familia para dejar su alta responsabilidad. Ya pasó un año desde que acribillaron a la directora de la cárcel de mujeres en Guayaquil, y la impunidad impera.
Las familias de los detenidos no saben bien la situación de sus parientes o sus parejas. El bloqueo a las visitas y a las comunicaciones que impone el estado de excepción parece, por ahora, lo único efectivo.
Los filtros que eviten la introducción de armas y drogas no están funcionando. En las requisas se hallan cada vez más armas. Los detectores de metales no sirven.
El Ministerio del Interior eleva su voz para advertir que el número de guardias penitenciarios es insuficiente, tienen poca preparación y corren peligro, como se ha visto.
¿Podemos vivir en una sociedad donde los pedidos a nivel de los ministerios son poco efectivos? ¿Cabe que una autoridad ruegue a otra por ayuda? ¿Cuáles son las barreras y los alcances de la excepción?
La gente clama por soluciones: la impotencia para controlar la situación está al límite.
Hacinamiento, riñas de bandas con contactos criminales en la calle y esa sensación de que nada se puede hacer para que esos ‘hoteles de lujo’ sean cárceles seguras. Si bien las palabras son rimbombantes: Personas Privadas de Libertad (PPL), Centro de Rehabilitación, la realidad es un infierno.