En redes sociales se viralizó el hashtag #JusticiaParaPriscila para pedir que el caso no quede en la impunidad. Foto Referencial
A Priscila, su pareja la arrastró más de cuatro cuadras, la golpeó y la asfixió. Ocurrió en Quito, el 27 de octubre del 2018. La joven de 23 años perdió el bebé que esperaba (14 semanas de embarazo), relata Milton Román, su abogado.
La jueza España del Carmen Gonzaga formuló cargos contra el agresor por delito de lesiones y ratificó su prisión preventiva. La instrucción fiscal del caso culminó el jueves 27 de diciembre del 2018.
La pena máxima que podría enfrentar el agresor, señala Román, son 20 meses de cárcel por delito de lesiones con agravantes, que corresponde al artículo 156 del Código Orgánico Integral Penal (violencia física contra la mujer o miembros del núcleo familiar). Ahora, Priscila y su representación legal esperan la audiencia de llamamiento a juicio.
Acumulación de tensión, agresión y conciliación. Esas son las tres etapas que componen el círculo de violencia de género descrito por la psicóloga estadounidense Leonor Walker. Su teoría permite comprender la forma cíclica en la que se reproduce la violencia en parejas.
Priscila, dice, ahora comienza a entenderlo. Este es su testimonio:
“Sebastián y yo teníamos amigos en común. Me escribió por Facebook y me invitó a salir. Yo acepté. Pronto, comenzamos a vernos; comíamos juntos, me invitaba a sus cenas familiares. Pensaba que el vínculo que empezábamos a construir era lindo, sano. Iniciamos nuestra relación formal el 26 de diciembre del 2016.
Todo parecía ir bien, yo estaba feliz. Pero el primer fin de semana de enero del 2017, lo recuerdo, fue la primera vez que me golpeó. Ese día, me llegó el mensaje de un amigo del colegio. Le respondí con cariño porque es así como uno trata a una persona a la que conoces durante mucho tiempo. Me quitó el teléfono y cuando vio el texto me dijo ‘¿Qué te pasa?’ y comenzó a insultarme. Me quedé helada. Parecía irreal. Traté de decirle que se calmara y toqué su brazo pero me empujó y me caí de las gradas. ‘Te voy a meter un puñete’, me dijo, aunque ese día no lo hizo.
Esa primera vez, pensé que fue mi culpa, que no debí agarrar su brazo. Le pedí perdón. Desde que eso pasó, él comenzó a insultarme constantemente. Pero me di cuenta que sus insultos no eran solo contra mí, sino con las mujeres y era más evidente cuando él bebía alcohol, sobre todo, con sus amigos.
Me decía ‘eres una puta’, ‘eres fea’. Ellos decían lo mismo. Recuerdo que tenían una frase que repetían siempre: ‘Con la mujer, fierro y puñete’. En ese momento, pensaba que era una broma, después entendí que no.
Él estudiaba derecho y yo literatura. Me decía que mi carrera no valía nada, que no era inteligente. Lo repetía tanto que comencé a creer que era verdad. Sentía que estaba enamorada. Creo que le veía como a un niño perdido, que, de alguna forma, podía salvarle de sus vicios con amor. Que quizá se merecía una oportunidad, que por un error no podía condenarlo.
La relación siguió hasta que volvió a hacerlo. Fuimos a un bar en el norte de Quito. Se enojó y me dejó sola. Recuerdo que apareció con otra mujer y decidí irme. Me siguió y me llevó hasta su casa para que hablemos, para que resolvamos las cosas. En medio de la discusión, me botó al piso y me pateó tres veces. ‘Me estás haciendo quedar como un pega mujeres’, me dijo. Le pedí perdón para que parara.
Mis padres lo sabían, estaban enojados, se oponían a mi relación con él pero yo decidí seguir. Lo que hacía que me quede junto a él eran los momentos buenos, los pocos que habían.
Después, me pidió que firmemos la unión de hecho para que la cantidad de las utilidades que le entregaban en la empresa en la que trabajaba aumenten por carga y acepté. Pero seguía golpeándome; incluso, en medio de una discusión, me lanzó del carro en pleno movimiento.
Fui a la Fiscalía pero, después del examen médico legal, no pude hacer la denuncia porque no sobrepasé los tres días de incapacidad. Él se enteró y fue a mi casa para arreglar la relación.
Era diciembre del 2017 salimos a una discoteca. Comenzó a consumir drogas junto a sus amigos pese a que me había dicho que las había dejado. Quería irme pero no me dejaban, sus amigos me tomaban de los brazos. Me sentí desgastada, débil.
Mis papás decidieron internarme en un centro psiquiátrico. Perdí peso, llegué a los 38 kilos. No pasé mis materias, ya no tenía amigos porque me alejé de ellos. Sebastián me iba a visitar pero mi psiquiatra acordó que si quería verme, debía ir con un experto en adicciones. Fue a una sola cita y les dijo a mis papás que no iban a poder evidenciar que me golpeaba porque era difícil de probar.
Salí del tratamiento y estaba mucho mejor. Me sentía empoderada pero al mismo tiempo, tenía una depresión enorme. No creía cuando decían que de verdad existía, que no puedes comer, que no puedes levantarte de la cama, que lloras todos los días…hasta que me pasó.
Regresé con él. Parecía que estábamos bien, me insultaba a veces, pero ya no era tan violento. Sé que sus papás se enteraron de que él me pegaba cuando tuvimos un incidente en la ceremonia colegial en un hotel, en el norte. Él se embriagó y golpeó a muchas personas: padres, hijos, incluso a una madre que trató de calmarlo.
Lo detuvieron pero sus padres pagaron la fianza y salió. La mujer a quién había golpeado dijo que le dolía profundamente lo que le hizo pero que se dio cuenta de que yo tenía miedo, de que yo estaba siendo violentada. La mamá de Sebastián me reclamó, pensando que yo había contado algo. Me dijo que los problemas entre su hijo y yo debíamos arreglarlos solo los dos.
Comencé a trabajar y él me propuso que vivamos juntos. Pensé que iba a tomar varios meses, pero en agosto de este año (2018) encontramos un departamento lindo. Pronto, volvió a golpearme, me tenía contra el piso, afuera. Mis vecinos llamaron a la Policía pero los agentes no lo detuvieron porque me dijeron que no podían entrar a una propiedad privada. Él se quedó ahí y yo me fui a la casa de una amiga. Puse una denuncia por maltrato psicológico y saqué una boleta de auxilio con la ayuda de mis papás.
Me pedía que regrese, que las cosas iban a cambiar. Decidí intentarlo por última vez y volví al departamento. Durante esos últimos días, había sentido unas nauseas intensas. Comencé a pensar en que quizá estaba embarazada. Me hice la prueba y salió positivo.
Él era el más feliz cuando se enteró, llamó a sus papás. Todo era alegría. Y sí, yo también estaba feliz pero estaba asustada. Apenas hace una semana le había puesto una denuncia…
Por los problemas que tuvimos, nos mandaron de ese conjunto y encontramos un nuevo departamento. Llamé al menos unas siete veces a la Policía por los episodios violentos, por los golpes. Ya no solo me pegaba, aprendió a asfixiarme y lograba dejarme inconsciente, me arrastraba por todo el departamento.
Quería irme pero pensaba en mi bebé, en mantener a mi familia unida. Cuando cumplí la semana 12 de mi embarazo, el 16 de octubre, fui con él para realizarme una ecografía. Era la más importante porque iban a confirmar el sexo de nuestro hijo. Comencé a sangrar y, en el primer hospital al que fuimos, me dijeron que era un hematoma que se generó porque hice mucha fuerza o resistencia. Me dijeron que tratara de no moverme mucho.
Nos confirmaron que era una niña. ¡Yo estaba feliz! Pero en el camino, comencé a sangrar más. Me transfirieron al IESS y me quedé un día internada. Los doctores vieron los golpes que tenía en todo el cuerpo. Me dijeron que tenía un riesgo de aborto. Él se enojó, me culpaba.
Cuando volvimos al departamento, nos dijeron que también debíamos desalojar. Él buscó uno nuevo, fuera de la ciudad. Era 26 de octubre, justo una semana después de que estuve internada. Me invitó a comer para festejar que íbamos a empezar una nueva etapa en otra casa.
Salimos. Estábamos comiendo y él comenzó a beber. También estaban sus amigos. Le pedí que regresemos a casa porque no podía permanecer parada por la amenaza de aborto. Fui al baño y cuando regresé, estaba con otra mujer. Le pedí que me de mi dinero para ir a casa. Me estaba yendo y comenzó a seguirme, a querer agredirme de nuevo. Pero logré subir a un taxi.
La verdad, después me dio pena y miedo. Yo tenía la única llave y pensaba en que si dejaba la puerta abierta, iba a volver y a golpearme todo lo que podía. Entonces, le llamé y me dijo que estaba afuera del departamento. Cuando llegué, él estaba sentado sobre un carro, ebrio. Le dije que no entendía por qué me faltaba el respeto de esa forma. Pero él sonreía, me decía que no se acordaba de nada. Estaba manejable, pensé que se dormiría y el día terminaría ahí.
Sebastián llamó a un amigo y le dijo ‘ya estoy con la cojuda esa, no dejes que se lleven mis botellas’. Pidió un taxi y me forzó a ingresar. Me pegó en el camino. Yo no quería salir. Al llegar, me botó al piso. Pensé que si permanecía en el suelo alguien iba a reaccionar, pero eso no pasó.
Me levantó y extendió los brazos, como queriendo abrazarme. En ese momento, intentó dirigirme no hacia el bar, sino a un supermercado cercano. Recorrimos un par de metros cuando comenzó a patearme. Me arrastró; caminaba muy rápido. Sentía cómo mis rodillas me quemaban. Le pedía que me suelte, que iba a portarme bien con él. No me escuchaba.
Recuerdo que alguien gritó desde un edificio alto en la avenida 6 de Diciembre y sonó la bocina de un carro policial. Ahí dejó que me pare, estábamos a la altura de la calle Portugal. Me preguntó si le tenía miedo, dije que no.
Él quiso cruzar la calle, pensé que iba a calmarse. Justo al frente hay un edificio de bienes raíces enorme, hacia allá me dirigió. Al lado había unos matorrales y me llevó hacia ellos. Prendió un tabaco y me botó nuevamente al piso, entre las plantas. No me dejaba hablar.
Mientras aspiraba, me pateaba en todo el cuerpo; veía las luces de los carros pero nadie hacía nada. Estaba asustada, inmovilizada. Sentí sus patadas en mis partes íntimas, en mi cabeza, en mis piernas. Me asfixiaba. Quería quedarme inconsciente pero no pasaba. Después, se paró en mi rostro. Ahí, salió un guardia a decirnos que nos retiremos. Me levanté rápidamente, como pude, y le pedí que me ayude, que estaba embarazada pero Sebastián siguió arrastrándome una cuadra más, hacia la calle Catalina Aldaz.
‘Tú no vas a llegar hasta la casa’, eso me decía. En ese momento comencé a sentir que quería matarme, que solo estaba buscando un lugar oscuro. Dos guardias pasaron pero no me ayudaron. Él les decía que yo estaba enferma. Logré soltarme y corrí hacia un edificio. Cerré la puerta, que era de vidrio, y el guardia de seguridad fue a verme. Sebastián gritaba afuera, tratando de entrar y lo hizo saltando la puerta, por un espacio pequeño. Bajé las gradas, hacia el parqueadero.
No quería morir ahí. Vi el ascensor y pensé en subir a la terraza. Cuando llegué al último piso, habían varios departamentos. Toqué sus puertas pero nadie me abrió, seguramente porque veían mi rostro ensangrentado. El guardia fue a buscarme para avisarme que la Policía había llegado para detenerlo. Sebastián escapó y fuimos a buscarlo al departamento. Pero no estaba. Los agentes me explicaron que no podían hacer nada y que debía hacer la denuncia en la mañana.
Cuando nos íbamos a ir, él llegó en un taxi. Nos vio y volvió a ingresar en el vehículo y arrancó. Pero lograron detenerlo y lo arrestaron. Recuerdo que los dos íbamos en la misma patrulla. Me decía que me quería, que por favor no le arruine la vida, que piense en nuestro bebé, en su mamá.
Cuando llegamos a la Fiscalía, me preguntó si quería dinero. Lo único que yo deseaba era que me respetara. En ese momento, me hicieron un examen médico legal y me dijeron que aparentemente mi bebé estaba bien pero no se movía.
Días después, el 2 de noviembre, fui al hospital junto a mi madre para hacerme un eco. Nadie me decía nada pero mi bebé ya no aparecía en el eco. Pensé que quizá había mucha sangre, que por eso la imagen no estaba clara. Pero el doctor miró a mi mamá y su expresión me hizo entender que mi bebé ya no estaba…
Tener un hijo es lo más natural del mundo, ¿sabes? Todavía no entiendo bien por qué perdí a mi bebé, por qué esto sucedió. Aún cuando se dictó prisión preventiva para Sebastián, siguió enviándome mensajes. Decía que me extrañaba a mí y a nuestra hija. ¿Cómo? Si así hubiera sido, no me hubiese golpeado de la forma en que lo hizo.
Solo quiero retomar la universidad, mi trabajo, escribir; volver a conectar con mi familia, mis amigos… reconstruir mi vida”.