Cuando los chinos pronuncian este vocablo seguramente sienten mayor apremio que el que sentimos nosotros al pronunciar su equivalente en español. Y no es para menos: el vertiginoso crecimiento de la economía china ha provocado un brutal descenso de sus reservas de agua dulce. Paul Roberts publicó hace pocos meses ‘El hambre que viene’, una acuciosa investigación sobre el eventual colapso del sistema alimentario mundial, entre otras razones, por la creciente demanda de alimentos del gigante asiático. La desaforada producción agrícola en ciertas regiones chinas ha dado como resultado, por ejemplo, un exceso del consumo sostenible de agua de 600 millones de metros cúbicos al año.
Según el autor, existen dos elementos fundamentales para la producción y distribución de alimentos en el mundo actual: energía y agua dulce, esta última insustituible. Si una responsabilidad impostergable de cualquier gobierno, so pena de caer en desgracia, es garantizar la alimentación básica de su pueblo, se puede entender la preocupación de las autoridades chinas frente al agotamiento progresivo del agua dentro de sus fronteras.
En tales circunstancias, no debería llamar la atención la ofensiva global de China para invertir en sectores estratégicos como las hidroeléctricas, que conjugan en una sola actividad los dos elementos señalados. Pensar que detrás de estas decisiones solamente existen intereses puntuales es desconocer el juego de la geopolítica mundial, porque también los Estados Unidos están enfrentando un problema similar.
El mismo Roberts señala que al ser este el mayor exportador de cereales del planeta, realiza una transferencia de agua “virtual” de varios miles de millones de metros cúbicos, agua que es extraída de sus reservas nacionales y trasladada a otras regiones del mundo. Esta lógica resulta insostenible a mediano plazo. Por ello hay que preguntarse si la instalación de bases militares norteamericanas en Colombia no tendrá una intención más estratégica que la lucha contra el narcotráfico.
La importancia geopolítica del agua no constituye ninguna ficción, como tampoco lo es el papel crucial de los países amazónicos en esta disputa. Por ello el debate sobre la Ley de Aguas en el Ecuador resulta tan trascendental. ¿Quién va a proteger el líquido vital ante la eventualidad de que los grandes intereses mundiales decidieran controlarlo? ¿Tiene el Estado por sí solo, o las grandes empresas agroindustriales, la capacidad de neutralizar estas amenazas?
Difícilmente, puesto que el Estado puede cambiar de orientación en cualquier momento, y las empresas se acomodan a la dinámica del mercado. Para ello se requiere del apoyo activo de las comunidades rurales, que han establecido una relación atávica con el agua. Nadie cuida un bien sin un fuerte sentido de apropiación. Eso, nada más, es lo que demandan las comunidades indígenas y las juntas de agua en todo el país. Yacu.
Columnista invitado