Eugenia Guayanay ha trabajado los últimos 29 años limpiando las calles del Centro Histórico de Quito. Foto: Evelyn Jácome / EL COMERCIO
Nadie conoce las calles del Centro Histórico de Quito como ella. Ha caminado por esas vías, religiosamente, día y noche, durante los últimos 29 años. Conoce los negocios antiguos, los nuevos, a los viejos vecinos y a los recién llegados vendedores ambulantes que intentan abrirse un espacio por esos rincones.
A sus 56 años, Eugenia Guayanay -pequeña, tierna y extrovertida- es la encargada de barrer el cuadrante del Centro Histórico que se ubica entre la calle Manabí, la Chile y la García Moreno.
La calle más sucia del Centro, dice convencida de cada palabra que menciona, es la Benalcázar, frente a la Vicepresidencia. Hay demasiada gente que vende alimentos y pocos basureros. Las personas acumulan fundas, botellas y restos de comida en los alrededores de los árboles, en los postes o simplemente los arroja a la calle y terminan en las alcantarillas.
Sale de su casa ubicada en el Beaterio (sur de la capital) a las 06:00. No sabe cuánta basura levanta a diario de las calles. Toma su escoba de cerdas de plástico, su pala de metal y, con paciencia, recoge todo lo que encuentre en las veredas y en la calzada y cuando la funda se llena, la deposita en un contenedor.
Barre papeles, plásticos, sorbetes, fundas, cáscaras, piedras, desechos de animales… Una vez, incluso se encontró dinero. Hace 10 días se encontró 30 dólares junto a un basurero. Lo levantó, miró a un lado, al otro, preguntó a un par de personas que se encontraban cerca si se les había perdido dinero y, al no encontrar al dueño, decidió guardarlo para llevar pan caliente a su casa.
Nunca sale de casa sin su uniforme completo: mandil, gorro, gafas, guantes y botas punta de acero. Los zapatos, dice, son importantes, y recuerda que cuando empezó su oficio, caminaba por el sector del Panecillo pisó una jeringuilla y se pinchó.
Tiene tres hijos adultos y todos viven con ella. Con este oficio mantiene su casa, a su hija de 35 años que está desempleada y a sus tres nietos de 15, 9 años y al menor de 8 meses.
Lo más duro de su oficio, dice, es la gente. Sus miradas despectivas, esa forma de verla sin mirarla, de ignorarla. “Muchas veces veo cómo botan basura. Les digo que no lo hagan. Me miran y me dicen ‘para eso te pago’”, recuerda. Reconoce que es frecuente y eso le duele mucho.
Sale a barrer sin importarle el clima. Cuando es invierno, agarra su impermeable y sus botas y, así no haya un alma en el Centro, ella debe cumplir su jornada.
Su trabajo, a veces, es como barrer la arena en una playa. Pasa su escoba, retira la basura, avanza dos metros y, de nuevo, hay desperdicios en el suelo. Ha sido reconocida en Emaseo como la mejor trabajadora. Hasta le hicieron un homenaje.
La escoba le dura tres meses, luego las cerdas se acaban y la reemplaza. El dolor de cuello y de lumbares se han vuelto sus compañeros. Al mes, descansa solo dos días, todos los demás trabaja.
No barre con ahínco solo por los USD 700 que recibe al mes. Lo hace por convicción. Su oficio la enorgullece. Limpiar la zona más valiosa de Quito la hace feliz, sobre todo, cuando la gente colabora, y cuando alguien la mira y le sonríe. Siente que con esa sonrisa, le dicen gracias.