Los mineros no conocieron la Justicia de una democracia; nadie escuchó su verdad. Solo fueron acusados, los cuatro, a punta de fusil, y sentenciados a morir.
Los cadáveres de los cuatro campesinos tenían disparos en la cabeza. Fueron abandonados en el muelle de Tobar Donoso, en la ribera sur del río San Juan, en Ecuador.
El cuádruple crimen, en febrero del 2010, quedó en la impunidad. Pero fue una escalofriante alerta de lo que viene ocurriendo en la frontera subtropical, la formada entre Esmeraldas y Carchi (Ecuador) y Nariño (Colombia), donde se libra una silenciosa disputa territorial entre las guerrillas de las FARC y las paramilitares Águilas Negras.
Las FARC se atribuyeron las muertes de los mineros, a quienes acusaron de Águilas Negras, por haber ingresado a minas controladas por ellas. El manejo de buena parte de esas minas de oro en el sur de Colombia es de grupos armados, por el dominio de un corredor de rutas fluviales para llevar la droga al Pacífico.
De forma escueta el Gobierno de Ecuador ha relacionado a la actividad minera de San Lorenzo y Eloy Alfaro, muy próximos a esas zonas de conflicto, con el narcolavado. De forma escueta porque un dato de contexto es recordar que San Lorenzo registra 46 homicidios por cada 100 000 habitantes, cuando el promedio en Ecuador es de 18, o que hay sicarios de los Águilas Negras en Esmeraldas.
Si detrás de la minería en el norte de Ecuador hay actividades articuladas al crimen organizado sería mejor reconocer, admitir la penetración.
Sin más, defender la destrucción de excavadoras, esa demostración de fuerza, es inútil. Más si la razón es la desconfianza en los jueces, la misma excusa que usan las turbas para linchar delincuentes.