Los hijos de un hombre asesinado relataron la complicada situación que atraviesan, tras su ausencia. Foto: Vicente Costales/ EL COMERCIO
“Espero que estés disfrutando del cielo y con los angelitos”, le escribió Carolina, de 8 años, a su padre José Manuel Toaquiza, quien fue asesinado el 8 de marzo del 2015 por dos hombres quienes trataron de asaltarlo.
Por Navidad, por día de San Valentín, en los cumpleaños o en el día del padre… La pequeña aprovecha cualquier fecha para dedicarle cartas a su padre. Está convencida que él las lee y cuida de ella y sus tres hermanos desde el cielo. “Te extraño mucho papi. Pero sé que tú estás bien allá con Dios”, le cuenta la niña.
No es la única que le escribe. Su hermano menor, Christofer, de seis años, dibuja unos garabatos inentendibles. El pequeño dice que en sus cartas le cuenta a José que entró a jardín y está aprendiendo mucho. También le dijo (que en realidad son solo dibujos) que la gata parió crías. Así los niños expresan el duelo por la muerte de José Manuel. Él tenía 31 años cuando fue apuñalado y murió a pocas cuadras de su casa, en el barrio Buenaventura, en el sur de Quito.
El martes 1 de marzo del 2016, el Tribunal de Garantías de Pichincha condenó a dos hombres por el crimen. Los sentenció a 22 años de cárcel. “Ya nadie nos devuelve mi ñaño, pero al menos estamos tranquilos porque ellos ya no van causar este dolor a otra familia”, dice Ángela Toaquiza, hermana. Ella asegura que José Manuel “era padre y madre”, pues cuidaba de los tres pequeños luego de su expareja los abandonara. Una cuarta niña, que actualmente tiene dos años, es la única que vive con la madre.
Los tres niños en cambio viven con sus abuelos. Pero su situación es precaria luego de la muerte de José, debido a que él se encargaba de su manutención. Además la humilde casa en donde habitan, que es de bloque visto, con pocas ventanas de vidrio y de piso de cemento, está deteriorada.
Tiene las paredes fracturadas y ya les han dicho que es peligroso vivir allí, pero tampoco tienen a dónde ir. Antes del crimen, el joven padre trabajaba en una hidroeléctrica, en la Amazonía. Ganaba bien y eso le permitía ser el sustento económico de sus padres, José Toaquiza, de 64 años y Rosa Vega, de 53 años.
“Cobrando el mensual nos traía quintal de arroz, de azúcar o un pollito”, cuenta Rosa. Ahora viven con los USD 10 que saca su esposo José de la venta de caramelos en los alrededores de la Universidad Central. “A veces no comemos por darle a los guaguas. Ellos son como pollitos que necesitan agua y maíz”, dice Rosa.
Sus hijas, hermanas de José Manuel, tratan de ayudarles para pagar los útiles de la escuela de los tres pequeños, les regalan ropa y les traen comida. Pero no es suficiente. Las necesidades parecen no acabarse.
En las cartas, los niños también le cuentan que no tuvieron regalos en la navidad, pero que sus abuelos los quieren y les enseñaron a dar de comer a los cuyes. Los abuelos lloran con cada carta, se imaginan las palabras que quieren expresar. Solo pueden imaginarse porque no saben leer ni escribir.