Los perros llegaron en una camioneta de la Policía. Eran dos y fueron llevados para que rastrearan 20 quioscos de metal y de madera, que ayer fueron destruidos en el Panecillo, un barrio céntrico de Quito, en donde el pasado 12 de marzo fueron arrestadas dos mafias dedicadas a la extorsión, usura y asociación ilícita.
Policías y militares rodearon los locales. Eran unos 150. Rodrigo Beltrán, el oficial de la Policía que estuvo a cargo del operativo para desalojar las covachas, decía que aquello se debe “a que no tienen permiso municipal”.
Pero junto a policías y soldados también estuvieron agentes de la Policía Judicial, Criminalística, Antinarcóticos. Además, policías encubiertos que aseguraban que la operación obedece también a informes sobre venta de droga.
Esta es la segunda incursión armada, desde el día en que fueron desarticuladas dos organizaciones familiares que delinquían.
Era mediodía y una retroexcavadora trituraba los locales. A un costado, vendedoras y niños recogían las vitrinas, muebles, botellas con colas, cocinas, refrigeradoras (…) que usaban en sus negocios de comida y de artesanía.
Una mujer delgada sacó las últimas sillas y el tractor destruyó su local. Estaba molesta. “¿Dónde está la droga que buscan? Aquí no hay nada”, gritó a los policías.
Dos minutos y su quiosco quedó en chatarra. Su esposo la tranquilizaba y en silencio reveló que entre la gente que estaba en ese momento en el Panecillo había informantes de los que venden sustancias ilegales en el lugar.
“Por favor, aléjese de mí, porque me están viendo. Es esa gente que trabaja con los que les detuvieron hace un mes y van a decir que les estoy dando datos”, dijo la mujer.
Su esposo estaba nervioso y casi susurrando reveló que entre la gente de los locales sí hay colaboradores de las organizaciones familiares que ahora están arrestados en Santo Domingo y en Guayaquil. “Pero no todos somos malos, y trabajamos en verdad”.
Informes de Inteligencia revelan que esas mafias desarticuladas en el Panecillo operaban con una red de colaboradores dedicados a la extorsión e intimidación y agentes señalan que ahora se investiga a esos brazos delictivos.
El tractor no paraba. Las covachas caían una tras otras. Otra mujer lloraba en medio del ruido de la maquinaria. Se alejó un poco y contó que ellos no tienen nada que ver con los apresados, que también ha sido extorsionada y que cada semana debían pagar USD 30 para, supuestamente, recibir seguridad. Otro dato: “Hasta los taxistas debían pagar USD 10 a la semana para poder circular”.
Patricio García fue el fiscal que constató el operativo y hasta el final no halló droga en los quioscos.
Los policías cortaron la red eléctrica e inutilizaron el cableado.
Los militares revisaron el lugar y se fueron. Luego, un detenido por supuestamente “faltar a la autoridad”. Las artesanías estaban regadas en el piso de piedra. Poco a poco se llevaron todo en camionetas.
El patrullero de la Unidad de Vigilancia Centro Occidente salió raudo con el detenido.
En el barrio hay temor de hablar de los operativos. Un hombre sale de una casa y lo primero que dice es “nada de fotos”. ¿Ayudó en algo la detención de 25 personas en marzo? La respuesta es contundente: “Vea, prefiero no meterme en problemas con ellos, porque ahora están encerrados, pero pueden salir libres y cobrarnos”.
En total, unas 50 personas de estas mafias familiares están detenidas y precisamente el jueves, en el Tribunal VII de lo Penal de Pichincha, comenzó la audiencia de juzgamiento para 25 de ellos.
150 personas serán indagadas en el proceso. De eso nadie quiere hablar en el Panecillo. Los dueños de los locales callan.
El juzgamiento
Cerca de 10 días durará la audiencia de juzgamiento de 25 personas procesadas y que pertenecían a las dos mafias familiares que operaban en el Panecillo.
Estas diligencias se desarrollan en el Tribunal Séptimo de Garantías Penales de Pichincha.
La audiencia comenzó el jueves y el fiscal del caso, José Luis Jaramillo, pidió al juez aplicar el llamado procedimiento simplificado, que se utiliza solo en los delitos sancionados con una pena máxima de cinco años.