El hombre encerraba a dos niñas en el sótano de la escuela para profanarlas y obligaba a otras dos alumnas a que esperaran en la puerta, para que lo alertaran si alguien se acercaba. Al menos cuatro pequeñas fueron sus víctimas.
Sergio N., funcionario de una escuela rural de Cañar, fue detenido tras ser acusado de violar a alumnas de entre 8 y 12 años. Los exámenes médicos practicados a las niñas certificaron que hubo evidencias de agresión sexual.Ángela C., de 68 años, abuela de una de las menores, llora desconsolada. La humilde indígena, que tiene al quichua como su lengua materna, se dice culpable, porque siente que no cuidó bien a su nieta, encargada por su hija hace dos años. La mamá vive en España desde hace 13, y allá nacieron sus dos niñas.
Hace dos años volvió al país a encargar a sus pequeñas, porque los ingresos se apretaron tras la crisis económica europea. Creyó que en Ecuador estarían mejor. Cuando Ángela se enteró del hecho venía pasando por otro dolor: la muerte de su esposo. Ella evoca que el día del funeral la niña tenía los labios ulcerados.
Esa noche fue la última que el funcionario de la escuela la ultrajó. Le había obligado a practicar sexo oral, cuenta la abuela, quien camina a paso lento en su casa, en la serranía de Cañar. Ella lo supo solo después de que psicólogas examinaran a la niña. “A mí no me cuenta nada. Solo llora. Se ha vuelto tímida, nerviosa”.
El pasado lunes, cuando la abuela acompañaba a la pequeña a la escuela, las manos de la niña temblaban. Ella miraba al piso y lloraba en silencio. “Mijita no sufras. Ese hombre ya no vendrá y solo estarás aquí seis meses”. En ese tiempo la madre prometió que vendría por sus dos hijas.
La violencia sexual infantil altera la vida de los campesinos en el área rural de Cañar. Los hijos de los emigrantes son las principales víctimas, según las estadísticas de la Fiscalía y los registros de detenidos en los dos centros de rehabilitación de la provincia.
En los últimos dos años, la Fiscalía conoció 119 denuncias por violación sexual a menores. El fiscal provincial, Romeo Gárate, sostiene que en los últimos tres años los casos se incrementaron en un 75%, el promedio al mes es de cinco víctimas hijos de emigrantes.
En diciembre, el cadáver de una pequeña fue hallado en el ‘cuyero’ (cuarto de cuyes) de su casa. Una cuerda atada a su cuello pendía de una viga. “Cuando la vi, supe que la escena había sido acomodada”, dice el fiscal Javier Cárdenas. Según él, el cuerpo de la menor no estaba suspendido en el aire. Las rodillas tocaban la tierra y en el pantalón de lana de la pequeña había sangre. “Presumí que no era un homicidio simple, sino que eran dos delitos”.
La víctima, una niña de 7 años de una comunidad indígena de Cañar, vivía con una vecina; su madre había emigrado. Fue abusada sexualmente y asesinada.
La noticia se regó en la comunidad. “200 vecinos gritaban justicia, justicia”, recuerda Mariana Q., moradora. Cárdenas estaba frente a una comunidad indígena que exigía acciones inmediatas.
Una mujer contó al Fiscal que había visto a Manuel F. rondando la casa de la víctima. El hombre, asustado y en estado etílico, fue sacado por una turba de la vivienda de sus padres, en la misma comunidad. En la casa comunal le quitaron el pantalón y descubrieron que tenía huellas de sangre en el interior, según los testigos.
El joven, de 19 años, escapó de ser linchado en la noche. La Policía y el Fiscal lo evitaron y se pasó a la audiencia de formulación de cargos, frente a unos 500 habitantes. Allí, dice el Fiscal, Manuel F. contó sin inmutarse que había violado y matado a la menor.
Según Manuel F., la menor le habría pedido que la matara porque vivía triste sin sus padres. El proceso judicial concluyó luego deis meses; la Fiscalía actuó de oficio. No hubo denuncia particular, solo los dirigentes seguían de cerca el proceso.
El Segundo Tribunal Penal de Cañar impuso a Manuel F. una doble condena de 32 años de reclusión mayor especial por tratarse de dos delitos distintos: violación y asesinato.
Su sentencia es una de las más altas entre los prisioneros del Centro de Rehabilitación Social de Cañar, donde otros 67 internos. 21 están implicados en delitos de violación sexual.
En la Cárcel de Azogues la situación es similar. Hay 112 recluidos, 46 acusados de violación. Aparte hay 11 con prelibertad y libertad controlada, de los cuales siete cumplen condenas por violación sexual. La mayoría de inculpados ha recibido sentencia.
Según el fiscal Gárate, hay mayor conciencia y conocimiento para denunciar este delito. Pero admite que hay familias que ocultan estas tragedias. Un padrastro tenía por costumbre abusar de su hija de 4 años de edad. La denuncia no fue hecha por la familia, sino que llegó por parte de un maestro que viajaba a la comunidad donde vivía la pequeña, a 3 500 metros sobre el nivel del mar. La niña tenía destrozados sus genitales (un solo conducto) y estaba al borde de la muerte.
La Fiscalía sacó a la pequeña de ese hogar y le practicaron tres cirugías reconstructivas. El autor está preso. Según Gárate, esa indiferencia que viven los niños abusados los obligó a desarrollar una campaña de concienciación en las comunidades sobre cómo alertar y denunciar este delito.
Para Cárdenas, el trabajo, coordinado entre los fiscales, jueces y magistrados de Tribunal Penal, acelera los procesos.
Ángela C. solo espera justicia. Sergio N., ex funcionario de la escuela rural, fue denunciado al Instituto Nacional de la Niñez y la Familia del Cañar (Innfa). “Las niñas eran amenazadas por el director de la escuela con ser envenenadas si contaban la violación a sus familias”, dice Segundo Ch., abuelo de una de las víctimas.
Sergio N. fue director de la escuela rural durante nueve años. En ese centro educativo hay 300 niños y niñas. Cuando sus atropellos contra las cuatro niñas fueron conocidos por los representantes de las niñas afectadas, los habitantes de las comunidades vecinas se unieron y lo detuvieron.
“Le íbamos a quemar vivo, estaba todo listo, pero tuvo suerte que le auxilió la Policía. No pararé hasta que le impongan la máxima pena. No me importa donde tenga que ir”, dice el familiar de una de las pequeñas agredidas.
“Sepa usted que por mi huasipungo (tierra) luché ocho años y a mi edad tengo fuerzas para seguir luchando”, señala Ángela C.
Sergio N. niega los cargos que le imputan. La semana pasada, la Corte Provincial de Justicia lo sentenció a 20 años de reclusión en dos de los cuatro procesos que se siguen en su contra.
El abogado del demandado, Diego López, interpuso un recurso de nulidad y apeló a la sentencia. López no quiso pronunciarse sobre el tema y dijo que lo hará cuando se emita el último fallo.