‘En mi casa nadie sabe que soy gay”, confesó Fernando M., mientras bailaba animadamente la canción Bad Romance, de Lady Gaga.
A las 22:00 del jueves, el joven de 1,75 m, blanco, cabello claro y de porte atlético se encontraba junto a Daniel P., su novio desde hace cinco años. Se conocieron en el colegio. Al recordarlo se tomaron de la mano.El olor a cigarrillo era intenso, las luces de colores matizaban el lugar, las paredes eran rojas y la música sonaba a todo volumen. Ese sitio es uno de los pocos donde ellos pueden ser libres.
A esa hora, Budha Bar, ubicado en la calle Foch, estaba repleto de parejas que, sin temores, expresaban sus sentimientos.
El local fue abierto hace un año. En la barra estaba Johana Cabrera, propietaria. “Aquí no hay prejuicios”, aseguró.
Fernando y Daniel no dejaban de besarse y de acariciarse. Aceptaron que su “amor es prohibido”.
Por eso, no lo pueden expresar en otros bares ni en lugares públicos. “Aquí sí somos felices”.
Fernando trabaja de cajero en un banco. Daniel es dueño de su propia empresa. En sus círculos sociales ocultan su condición.
Incluso, Daniel tiene una novia desde hace dos años. “Es para que la gente no sospeche”, dijo.
A siete de cada 10 quiteños no les gustaría tener como vecinos a Fernando y a Daniel. Según una encuesta realizada por Corpovisionarios, una fundación liderada por el ex alcalde de Bogotá, Antanas Mockus, el quiteño es intolerante a la diversidad. Los resultados revelaron que las personas más discriminadas son las prostitutas, homosexuales, quienes tienen VIH-Sida y los extranjeros.
A las 23:00, Daniel y Fernando salieron del bar. Se despidieron con beso de sus amigos. Caminaron hacia la Baquedano, sin cogerse la mano. En esa calle, desde el 2004, atiende el bar Blackout.
Uno de los socios, Patricio Erazo, lo abrió con el propósito de que fuera un sitio de integración de la comunidad LGBT (Lesbianas, gays, bisexuales y transgénero). Fernando y Daniel pagaron USD 14 en la caja e ingresaron.
Adentro se volvieron a besar. En el ambiente, las luces eran tenues. La canción I am a slave four you (Soy un esclavo por ti) de Britney Spears sonaba fuerte. Fernando soltó un agudo grito: ¡Es mi cantante preferida!
En una esquina del bar, donde había menos luz, Natalia A. abrazaba a Adriana P. Son pareja desde hace tres meses. Hace dos meses, los padres de Adriana las vieron besarse. “Eso fue terrible, mi mamá me pidió que me fuera de la casa porque sería un mal ejemplo para mis hermanas”.
Ahora, Adriana vive en un hostal en la calle Calama. La noche le cuesta USD 8. Natalia le entrega el dinero cada mediodía, antes de ir a trabajar.
El ritmo de la música cambió y se escuchó un reggaetón. Bailaron y no dejaron de acariciarse. Para ellas, ese el único sitio donde no tienen que ocultar su relación. “Esta es la vida que elegimos”.
Hace dos semanas las sacaron de un bar por besarse en la mesa. “La dueña nos dijo que los clientes estaban incómodos”, recordó, con tristeza, Adriana.
A las 24:00 ingresó Paris. Su ceñido traje blanco, tacos de 15 cm, peluca larga y rubia, labios rojos y largas pestañas la convirtieron en el centro de atención.
En el día la conocen como Juan. Estudia arquitectura en una universidad privada. “Nadie se imagina lo que hago”, aseguró mientras acomodaba los pedazos de papel higiénico sobre sus pectorales. “Solo aquí lo puedo hacer”.
Nunca en su vida ha estado con una mujer. Cuando era niño uno de sus tíos abusó sexualmente de él y esto marcó su vida.
Ese cruel recuerdo no opacó la felicidad que sentía esa noche en el bar. En cada canción realizaba coreografías y coreaba los temas a toda voz. Otro de sus propósitos es conocer a su “príncipe azul”.
Su último novio se mudó de ciudad y desde hace un año no ha tenido pareja. De repente, un chico alto lo miró detenidamente. No dudó y se acercó a hablar con él.
A las 02:00, el volumen de la música disminuyó y las luces se encendieron.
Antes de salir, Fernando y Daniel se dieron un largo beso. Afuera se soltaron las manos. Estaban serios y se despidieron con una palmada rumbo a sus casas.