Caminaban en ronda, como si esperaran clientes para un espectáculo. Desde las 08:00 de ayer, 30 comerciantes llegaron hasta la plaza de toros Quito (av. Amazonas y Pedro de Alcaraz).
Entre los transeúntes, el grupo pasaba como revendedor de boletos. Pero ninguno de ellos portaba tiques ni mercadería, solo caminaban; a ratos se acercaban a los barrotes que cercan el coso de Iñaquito, y miraban cómo 10 trabajadores retiraban los ‘banners’ (gigantografías publicitarias) de las empresas que anunciaban la Feria Jesús del Gran Poder, entre el 1 y el 6 de diciembre.
Ana Llumiquinga, quien desde hace 40 años trabaja vendiendo sombreros en la plaza, estaba angustiada, sentada en el borde de la acera de la avenida Amazonas. Con sus dos manos se tomaba el rostro y a ratos fruncía el ceño. “Este año no habrá Navidad”, susurraba la mujer de 62 años, a cargo de dos de sus cuatro nietos, antes de marcar desde su celular a su cuñada, Luisa, quien también forma parte de la Asociación de Vendedores de Espectáculos Públicos y Estadios de Pichincha.
En 10 minutos, Luisa Moncayo llegó preocupada. Su negocio son las bebidas y picaditas como las empanadas de morocho y el canguil. “Para los días de la feria hice una inversión en mercadería de unos USD 800. ¿Qué voy hacer?”, se preguntaba, tras conocer la decisión de la empresa Citotusa, que anteayer suspendió la Feria.
Según Fernando Lara, administrador de la Zona Eugenio Espejo, durante la feria 50 comerciantes autónomos laboraban en las afueras de la plaza de toros Quito.
Allí, las boleterías estaban cerradas y los carteles de la feria lucían grafiteados con una palabra diagonal en rojo: ‘Cancelado’.
Desde la Río Cofanes, Luis Calle observa a los vendedores. Es vecino del sector y pasea a su perro, antes de ir a la universidad. Para él, la suspensión de la programación es una decisión acertada. “Más allá de ser taurino o antitaurino, los días de feria no podía usar el garaje de mi casa, comerciantes informales ocupaban la acera y en la calle había carros estacionados. A pesar de que desde hace tres años hay más control del consumo de bebidas alcohólicas, las riñas y la música a alto volumen afectaban a la convivencia”.
Junto a su casa está la de Elsa Culqui, de 58 años. Ella es jubilada y vive sola. Cuenta que para esta feria había alquilado su garaje, dos mesas y 20 sillas a una amiga comerciante. “Para mí representa una pérdida. Ese programa es parte de la vida del barrio”.
En una cuadra de la av. Amazonas, entre la Tomás de Berlanga y Río Coca, hay 22 locales comerciales, entre restaurantes, cafeterías, tiendas de víveres, etc.
Luis Trujillo, administrador de una cafetería, comenta que en un día normal de trabajo abre su local de 09:00 a 17:00. “Cuando hay corridas, la atención se inicia a las 07:00 y terminaba a las 21:00; en las corridas nocturnas la atención era hasta las 24:00”.
En la intersección de la calle Río Cofanes e Isla Española hay 12 casas, cinco de ellas de dos pisos. Aníbal Peralta, residente en el sector desde hace 25 años, relata que por primera vez, durante las fiestas de Quito, verá un barrio tranquilo. “En un inicio me daba igual la feria, cuando mis hijos crecieron y discutimos el tema en la familia, entendí que detrás de ese ‘espectáculo’ hay una alta carga de violencia”.
Su vecino Andrés Peñafiel, quien tiene una tienda de víveres, recuerda que cada diciembre el mobiliario urbano del barrio se destruía. “Después de las fiestas de la ciudad, los bordillos de las aceras amanecían rotos, las paredes más grafiteadas, y un montón de basura en los parques y calles”.
Ana Llumiquinga y Luisa Moncayo llegan hasta la tienda para comprar una bebida. Las dos reclamaban una respuesta, frente a lo que sucederá con sus puestos y mercaderías. Peñafiel, al oír su conversación, se atreve a emitir un comentario. “La Feria duraba seis días, no creo que un trabajo dependa de ese corto tiempo”. Las mujeres prefirieron no contestar, pagaron por su compra y salieron de la tienda.