Cuando se la observa de frente su mirada es profunda y misteriosa. Tiene el porte de una niña de 8 años y está cubierta con un vestido blanco de encajes muy antiguo. Se llama Rosario y tiene más de 150 años de edad. Ella es una de las 300 muñecas y juguetes que tiene Paulina Cisneros y que desde hace tres décadas colecciona.
“Es una niña muy guapa”, le susurra al oído Paulina, mientras la toma en brazos como si fuera su hija. Ella cuenta que desde pequeña tuvo afición por las muñecas porque encierran toda la inocencia de los niños. Por ello también se dedicó a la restauración de niños Dios y a la reparación de muñecas, su pasión.
Su taller se encuentra en un local de la calle Benalcázar. Mientras fuma un cigarrillo cuenta que esa muñeca perteneció a su bisabuelita y que ha pasado ya por cuatro generaciones de su familia. Solo cuando tuvo 18 años la pudo tener en su casa. Su mamá le obsequió como herencia de una tradición familiar.
La muñeca llegó desde Alemania a principios de siglo XX y según Paulina dentro de ella está el espíritu de una niña. Esto porque en las noches juega con los otros compañeros de colección: muñecos y juguetes. Hace una década a Charito, como llaman a la muñeca, se unió a la familia Cisneros, tras un suceso que nunca pensó que iba a suceder. En la Navidad la muñeca habló y dijo mamá. Paulina cuenta que ese acontecimiento alegró a su familia porque esa muñeca fue hecha con esa capacidad que en casi 100 años nunca dijo nada.
En esa Navidad su padre tuvo una operación de próstata y le pidió a la muñeca que lo ayude. En pocos días se recuperó. “Siempre hace cosas por la familia porque nos quiere y cuida”.
Pero Charito no está sola, sino que pasa acompañada de su mejor amigo: otro muñeco que tiene la forma de un betunero. Ellos son sus dos muñecos preferidos de la colección a quienes los trata como a su propia familia. Por ello, les llenan de tantos mimos.