En la casona N3-94 de la García Moreno y Espejo, en pleno corazón del Centro Histórico, se guardan documentos de incalculable valor para la historia del país; allí están, por ejemplo, los libros de defunciones de los caídos en la masacre del 2 de agosto de 1810.
El guardián del predio de dos pisos es el párroco de El Sagrario, monseñor José Asimbaya. El templo colinda con la casa en donde Manuela Cañizares arrendó una habitación y ocurrió una reunión secreta para impulsar el Primer Grito de la Independencia, entre el 9 y el 10 de agosto de 1809.
Tras caminar algo más de ocho metros por un zaguán oscuro y frío, otra puerta impide el paso al interior del inmueble colonial; el portón de hierro solo se abre una vez que el visitante timbra el interfono y se anuncia con santo y seña.
Una vez dentro, cruzando el patio central coronado con una pileta de piedra, están las renovadas oficinas de la parroquia. En un modesto escaparate de madera, a la vista de todos, están los ‘libros de los muertos’ o sufragios que fueron anotados en la Colonia.
La encargada del despacho muestra el tomo sexto donde se asentaron las defunciones de los patriotas asesinados. Es del tamaño de un cuaderno universitario, de color amarillento, con hojas de papel de trapo y escritas a mano con tinta ferrogálica.
Antes de manipularlo, la joven se pone unos guantes de látex y abre la cubierta de piel de becerro (torete tierno), e inmediatamente busca el 2 de agosto de 1810. Solo en ese día se registraron 17 fallecidos.
Con dificultad se constatan 11 nombres de patriotas: José Riofrío, Juan de Dios Morales, Manuel Rodríguez de Quiroga, Francisco Javier Ascázubi, Juan Larrea, Antonio de la Peña, Nicolás Aguilera, Manuel Cajías, Joaquín Villacrés, José González y Carlos Betancour.
A ellos se suman cuatro caídos más, posiblemente gente del pueblo: María de la Bella, Atanacio Escribano, Magdalena González y María Mojedo. Hay dos del bando realista: Nicolás Galud y Manuel Falcón.
En las siguientes páginas del tomo sexto solo hay el registro de dos fallecidos el 24 de agosto y una persona más el 25. Después de eso, solo la contratapa del libro de 76 páginas que titula ‘Donde se asientan las partidas de españoles muertos desde el 5 de noviembre de 1791 hasta el 24 de octubre de 1810’.
Incluso en el libro de muertos donde se anotaba a mestizos, indios, montañeses, negros y mulatos solo figuran, ese mismo día aciago, cuatro difuntos cuyos nombres no son posibles leerlos porque la tinta está corrida.
Ese documento está en una habitación del segundo piso, en un armario donde hay más libros con pinta antigua.
¿Dónde está el registro del resto de asesinados? No se sabe. Los que fueron anotados fue por iniciativa del párroco de El Sagrario, pues le tocó la tarea de registrar a los caídos del Cuartel Real de Lima por ser la parroquia más cercana, dice Jorge Moreno, de la Academia Nacional de Historia.
Aquel 2 de agosto de 1810 fallecieron alrededor de 200 personas, sobre todo del bando de los independentistas, acota Kléber Bravo, historiador y docente universitario. Solo entre los dirigentes patriotas hubo 32 asesinados; mientras que de los realistas sumaron pocos.
Todo porque aquella soldadesca extranjera tenía ventajas. Para noviembre de 1809, una vez que la Junta Suprema dejó el poder, llegaron a Quito 752 soldados realistas: 443 de Lima, 117 de Popayán, 124 de Santa Fe y 68 dragones de Guayaquil. Todos acamparon en la plaza de Santo Domingo.
Tras la matanza del 2 de agosto del 1810, los cadáveres fueron sepultados en San Francisco, San Agustín y El Sagrario, se apunta en el ‘libro de los muertos’, porque junto al nombre del difunto se escribe el lugar de su enterramiento.
Los restos de las empleadas de Quiroga terminaron en la capilla de almas que había en el pretil de San Francisco, agrega Moreno, aunque sus nombres no se registraron en los libros parroquiales. Por eso se piensa que no era obligación anotar todas las defunciones.
Lo que sí importaba eran las exequias y las sepulturas. Porque, abunda Leonardo Zaldumbide, catedrático e investigador de temas funerarios, el mayor agravio que se podía dar a un cadáver era abandonarlo y por eso las familias se apuraban en recuperar a sus muertos para enterrarlos en iglesias o en espacios de inhumación.
Aquellos restos abandonados fueron, apostilla, llevados al convento San Agustín para darles sepultura. La cripta de patriotas, bajo la Sala Capitular donde se firmó el acta de la Junta de Gobierno, es parte del patrimonio histórico de Quito.
Pero otros cadáveres sí se quedaron en las quebradas de Quito, menciona Bravo, porque la gente tenía miedo de salir a la calle en los días posteriores a la matanza. Así que sus nombres, que tampoco aparecen en el ‘libro de los muertos’ de El Sagrario, se perdieron en la noche del tiempo.