Alguien llegó a calificarlo como ‘El pintor violento’. Alguna leyenda lo describió como un hombre de impulsos criminales.
Nunca se precisó aquel mito de que hirió de gravedad a uno de sus modelos para pintar a un Cristo en agonía.No se conoce si es cierta la historia de que amenazó con una espada a su esposa cuando ella dejó que un cerdo ensuciara un retrato recién pintado.
Como suele ocurrir con las biografías de los genios alucinados, al artista colonial Miguel de Santiago se le han atribuido un sinnúmero de hechos oscuros, pero también los especialistas y estudiosos han destacado su brillante técnica, su inagotable capacidad de trabajo, su obsesiva búsqueda de la excelencia.
Se ha dicho, por ejemplo, que sus cuadros eran perfectos en acabado y composición, que en Europa esperaban con ansias sus pinturas para lucirlas en los patios de los conventos de mayor tradición en ese entonces. También que su técnica para manejar el color fue una de las más sobrias de la época.
El quiteño Miguel de Santiago nació en 1630, en el barrio de Santa Bárbara.
Notable creador desde adolescente, la clave de su carrera ocurrió cuando tenía 26 años: la jerarquía católica le pidió que pintara una serie de 14 lienzos para colgarlos en el claustro del convento de San Agustín.
Luego pintó más. Y más. Y fue como si a Miguel de Santiago y al convento de San Agustín los hubiera unido, para siempre, una indivisible relación estética, espiritual, física, religiosa, simbólica, doctrinaria, eterna.
Y ahora son 42 cuadros los que están allí, unos apoyados contra los muros, otros tendidos sobre unas mesas, otros recostados sobre improvisados caballetes y estructuras donde caben obras maestras de unos 7 m² cada una.
Gracias al trabajo del Fondo de Salvamento (Fonsal), esos cuadros están en tratamiento, desde abril pasado, y seguirán en ese proceso al menos unos tres años.
En el sobrecogedor, largo y frío recinto del convento se instaló un laboratorio con aire de hospital. Por allí circulan y trabajan hombres y mujeres vestidos con mandiles blancos, ataviados con visores y linternas especiales, manos cuidosamente cubiertas con guantes quirúrgicos.
Ellos observan, analizan, perciben, estudian, piensan, reflexionan, tocan, miran.
Su misión es restaurar los cuadros de Miguel de Santiago casi hasta la perfección, casi hasta la originalidad, casi con la misma actitud obsesiva, perfeccionista y ansiosa que acosaba al genial pintor cuando creaba cada uno de sus lienzos.
Dicen que murió el 5 de enero de 1706, pero este es, apenas, un dato para las enciclopedias.
Porque el artista Miguel de Santiago está allí, pintando, retocando, devolviendo la intensidad a sus cuadros.
Está allí, vivo, paseando su elegante sobra fantasmal y sus huesos iluminados por los patios interiores del convento.
Está allí, reencarnado en la labor de 10 restauradores a quienes les une no solamente su oficio, su deber, su trabajo, su misión, sino, sobre todo, la pasión por la obra del maestro.
Del maestro que renace en cada movimiento de la espátula, en cada pincelada, en cada certeza que dejan las imágenes de las lupas cuando recorren, milímetro por milímetro, los trazos materiales, estéticos y concretos de Miguel de Santiago, sino la compostura, el énfasis, el cuidado, la prolijidad.
Porque cada rasgo, detalle y elemento de esas obras de tonalidades sombrías y trágicas creadas por Miguel de Santiago renacer en los prolijos gestos de las manos de aquellos 10 restauradores que de a poco van devolviendo a Quito lo más trascendente de sus leyendas y de su historia patrimonial.