Cuando me contaron la leyenda de Cantuña, me divertí mucho. ¿Quién iba a imaginar que un personaje tan anónimo sería capaz de engañar a Lucifer?
Cuando hago una pausa al vértigo en el que nos movemos en la actualidad y observo las cenefas, columnas, frisos y más detalles que decoran los templos coloniales del Quito antiguo, miro cosas importantes.
Entre los ángeles, vírgenes, santos y querubines se mezclan serpientes, mazorcas de maíz, piñas y jaguares. Entonces, concluyo que la belleza de la ciudad vieja es producto de la astucia de Cantuña, mezclada con la irreverencia de los maestros artesanos que impulsaron la arquitectura colonial.
Cuando era niño y pisaba esas piedras ancestrales que guardan mucha historia, nunca me detuve a observar. Luego de estudiar arquitectura descubrí en ellas las transgresiones sociales que guardan y el por qué la historia le da a Quito protagonismo en la Independencia.
Hoy como trovador puedo describir a la ciudad vieja en estos versos musicalizados:
Mira qué plazas, mira qué templos/ Mira qué casas, qué monumentos/ Qué filigrana y qué detalles/ Cuelgan balcones, bordan las calles/ Muy colorida es la historia.
Salen palomas de campanarios/ De los jardines lirios y nardos/ El mal olor se va con el tiempo/ A la nariz vuelve el incienso/ A muchas hierbas huele la historia.
En los altares, los santos duermen/ con osadía por los dinteles/ Cuelgan mazorcas serpientes piñas/ Saltan jaguares de las cornisas/ Muy atrevida es la historia.