El Huaco se ubica en Llano Grande, en el norte. El jueves 27 de febrero del 2020, aguas pestilentes bajaron por el camino de tierra. Foto: Evelyn Jácome / EL COMERCIO
Una corriente de agua espumosa y maloliente baja por la Tola, una calle de tierra que atraviesa tres barrios de Llano Grande, en el norte de Quito, y que cuando llueve recoge las aguas de vías secundarias y se vuelve un riachuelo.
Allí, el olor es tan fétido que basta un par de minutos para que los ojos empiecen a lagrimear y la garganta, a arder.
Martha Pulupa, en chancletas, sale de su casa con pala en mano y empieza a mover la tierra para desviar el caudal y que no entre a su terreno. Mientras su hija juega chapoteando el agua, ella revela: “La peste no viene solo del agua, aquí huele mal hasta el aire”.
Así es el barrio Huaco, un caserío de humildes viviendas que tiene una particularidad: en una manzana funcionan cuatro camales, uno formal y tres clandestinos.
A una cuadra de la casa de Martha, quien vive allí hace 20 años, hay un galpón donde queman huesos de res para hacer abono. El humo pestilente inunda el barrio, se mete por las rendijas de las ventanas, por las puertas y se impregna en los muebles y, sobre todo, en la ropa que cuelga en el patio.
Ella cuenta que en las noches el olor es tan fuerte que debe tapar con trapos húmedos los huecos por donde el aire entra a la casa, pero es en vano.
Desde hace unas semanas, dice, dejaron de quemar. Tiene fe en que lo hayan clausurado. En este barrio hay más moscas y ratas que perros. Por eso los dueños de las casas tienen gatos, para alejar a los roedores.
Tan fuerte es el hedor que hay vecinos que han decidido mudarse. Carlos Ortega es uno de ellos. No soportó más las molestias y puso en venta su lote. Cuenta que la semana pasada llegó un interesado, pero el olor llamó su atención. Al día siguiente volvió con su familia y, como la peste seguía, no regresó más.
Junto a la casa de Carlos hay una vivienda donde también trabajan con vísceras, y están haciendo una ampliación para poner cuartos fríos.
Alexandra Cashiguano, quien nació en este lugar, asegura que ha habido veces en las que el río que baja por medio de la calle principal se tiñe de rojo. Cuenta que en la parte alta hay otros tres camales más.
Una de las más perjudicadas es Carmen Balcázar, quien vive con su hija y su nieta frente a uno de estos camales. Asegura que sufren de infecciones en los ojos y en la garganta, y que su hija jamás puede invitar amigos a la casa porque la peste los ahuyenta. La fetidez incluso les produce náuseas.
Reunidos en la calle principal, los vecinos muestran videos de camiones que entran a llevarse los productos cárnicos, y del humo que sale de esos negocios. Dicen que han pedido ayuda a la Defensoría del Pueblo, que han acudido a medios de comunicación y que incluso las autoridades han clausurado los negocios, pero a los pocos días vuelven a abrir, y sin cámaras, esa comunidad vuelve a ser invisible.
Mauro Mendoza, gerente de la Empresa Metropolitana de Rastro, cuenta que en lo que va del año han clausurado tres camales clandestinos en Quito.
Pero admite que se los cierra y vuelven a abrir. Uno de los problemas, dice, es que la sanción no contempla prisión, solo una multa que puede ir desde uno hasta 5 salarios básicos.
Por lo general, los camales clandestinos se ubican en los barrios periféricos y evaden los controles. En el cantón Rumiñahui, por ejemplo, según Mendoza, hay cerca de 30 camales clandestinos.
Sabe que en Llano Grande hay un matadero que cuenta con los permisos, pero que, según él, ya no cumple con las exigencias ambientales ni sanitarias porque el impacto ambiental que genera es muy grande y no tiene un plan de manejo ambiental adecuado.
Un matadero, dice, es una actividad peligrosa. Un litro de sangre puede contaminar hasta 100 m3 de agua. Cada vaca tiene 10 litros. Además, la sangre no se puede arrojar a la alcantarilla, sino que debe recibir un tratamiento físico, químico y biológico.
El Camal Metropolitano tiene una planta de aguas residuales que trata 600 m3 por día. De ellos, 1 m3 es sangre, ya que el 99% de la sangre producto del faenamiento es tratada, se la vuelve harina y se la vende a USD 25 el quintal.
En algunos camales, advierte, las vísceras también son arrojadas a las quebradas o alcantarillas, aunque en la mayoría de lugares se las comercializa. Un paquete de vísceras completo de un ganado bobino cuesta entre USD 85 y 90.
Un camal sin un cuarto frío es un caldo de cultivo. El ingeniero biólogo Alberto Mina explica que apenas el animal muere, empieza a descomponerse, por lo que la cadena de frío es fundamental. En esta actividad hay muchos desperdicios como bilis, grasas y pieles, que si no son tratadas a tiempo (máximo 4 horas) generan pestilencia. Al día, en el Camal Metropolitano, el proceso de faenamiento de 1 200 animales genera una tonelada de material orgánico que no es apto para el consumo.
La Empresa de Rastro faenó el año pasado 185 000 animales (el 31% del consumo del Distrito). Según Mendoza, el 15% de la carne que se consume en Quito proviene de la clandestinidad. Las autoridades hacen operativos aleatorios y cuando hay denuncias. “Por Dios, vengan acá que no aguantamos más”, suplica Martha.