Los españoles tienen un dicho: “El roce hace el cariño”. Y puede ser cierto, pero no lo es menos que hay roces que solo provocan repugnancia. Quizás un bus, en hora pico, sea el escenario que más se presta para tan ingrata experiencia. Pero de ninguna manera es el único… sino haga memoria o pregúntenle a la mujer que tengan más cerca.
Partamos de que si bien las mujeres somos quienes estamos más expuestas a la agresión verbal o física de connotación sexual, por parte de los hombres, no somos las únicas expuestas a algún tipo de roce… No hay más que tener en cuenta que hay hombres que deciden entrar de últimos a un estadio para evitar el molesto contacto con un cuerpo y/o unos sudores ajenos. Nada más desagradable que percibir el aliento de un desconocido o que oler su trajín.
Para entrar en materia, traigo a colación esto que alguien dijo ya hace mucho: Hay al menos dos clases de personas que no huyen del desastre sino que corren hacia él, bomberos y periodistas. Y heme aquí, en la parada La Paz de la Ecovía, en busca de algún tipo de roce en carne propia o ajena.
Apenas pago los 25 centavos, me acerco a la puerta y noto que nadie me mira. ¿Por qué no me miran? Debe ser porque la mayoría está inmersa en sus cosas, como el chico y la chica que están frente a mí, completamente concentrados en sus celulares,
Minutos antes, frente a mí pasa un enorme rótulo pegado en la parte trasera de un bus articulado rojo con la imagen de una chica con gesto molesto y las siguientes frases: ‘Lo que me dices no me halaga. Quiero andar tranquila. Calles sin acoso’. Quizá por eso es que estoy a la expectativa del acoso, o al menos de alguna mirada impertinente.
Tras 10 minutos de viaje en el bus no pasa más que lo de siempre… Hombres sentados que no ceden el puesto a las mujeres que van de pie (debe ser por aquello de la igualdad de género), ni siquiera a las muy mayores o con niños en brazos; gente que va cabeceando; y el resto abducido por lo que sea que haya detrás de las pantallas de sus celulares. El bus va lleno, pero no es intolerable; son casi las cinco de la tarde.
En la estación de la Río Coca, todos se bajan muy rápido pero sin atropellarse. De regreso al sur, antes de embarcarme nuevamente, leo otro de los letreros de la campaña: ‘Ni soltamos patanadas ni mandamos mano’, justo debajo de las fotos de cuatro muchachos. Continúo mi camino.
Nuevamente el bus se llena, pero es vivible; a mi lado unos novios se dedican a un besuqueo impúdico, otra pareja chismea sobre sus compañeros de trabajo, un grupo de chicas –parecen universitarias– escuchan perplejas la historia que cuenta una de ellas: su madre la tenía semisecuestrada en su oficina, mientras su padre no acceda a pagar la matrícula. Pero la mayoría de gente va mirando hacia fuera a través de los vidrios empañados por esa lluvia finita que no cesa.
Más de media hora después de ir y venir en distintos buses de la Ecovía, llego a una conclusión: soy invisible (igual o más que cuando me colé en el ‘Gay Parade’ de Madrid, hace tres años). No hay roces, no hay miradas… Nada.
Y empiezo a cuestionar mi vestimenta, quizá es demasiado oficinista. Ni modo. Pero no soy solo yo, ninguna otra mujer de las que he visto va incómoda o es observada; estoy pendiente de las miradas de los hombres. La gente prefiere interactuar con sus teléfonos. Punto. De hecho, apenas hago contacto visual con algún hombre, este inmediatamente aparta la mirada.
De repente uno, a lo lejos, ve que lo veo y me sostiene unos segundos la mirada. En la siguiente parada me muevo hacia su zona y me vuelve a ver, es más se pone de pie y se me acerca. Temo lo peor y, efectivamente, pasa… Me dice: “Siga, señora”, cediéndome se asiento. “¡Señora!”, pienso ofendida, y le respondo: “No, gracias”. Él me da las espaldas, se acerca más a la puerta y me dice: “Igual yo ya me bajo”. Eso es todo.
En La Marín desembarco, como todos. Y ahí está: la mirada lasciva que había buscado sin éxito. No sé si lleva peluquín, pero parece; es algo rojizo y muy desagradable. Su cabeza voltea apenas ve pasar a la mujer que va delante mío –generosa en sus formas– y yo, entre asustada y curiosa, lo regreso a ver y él sin sonrojarse se detiene ahora en mí. Hace una especie de escaneo muy desinhibido y desagradable. Aprieto el paso y huyo.
En el camino de regreso hacia el norte, el bus va vacío, pero casualmente a mi lado se sienta una mujer. Algo frustrada por mi experiencia carente de roces –propios o ajenos– para contar, me decido a preguntarle si a ella le ha pasado algo en la Ecovía o el Trolebús; ambos son medios que usa con frecuencia.
Se llama Rita, cree en los ángeles (de hecho, los estudia) y tiene 42 años. Enseguida me contesta que ni en el trole ni en la Ecovía le ha pasado nada, pero sí la han agredido, cómo no…“Tenía unos 11 años y me subí a un bus; como estaba cansada arrimé la cabeza a la ventana, y al lado mío se sentó un señor mayor. Un rato regresé a ver y tenía su miembro afuera. Se estaba masturbando, y como yo era pequeña no sabía qué hacer, así que volteé la cara nuevamente contra la ventana, y así me quedé hasta que me bajé”.
Espeluznante relato, que trae a mi memoria la vez que esperando un bus en el sector del Quicentro un psicópata –no puedo calificarlo de otra manera– me dio una nalgada, a la que no pude responder con una patada o un trompón, porque la sorpresa fue tal que no atiné más que a gritarle, en un hilo de voz: ¡Imbécil! Y después me subí llorando y sin ver al primer bus que pasó por delante; también recuerdo las historias de mi mejor amiga que, harta de recibir insultos sexuales, decidió sacrificar todos sus ahorros y hasta endeudarse para comprarse un carro y no estar tan expuesta en la calle; una vez hasta le lanzaron un pan, a manera de ¿piropo?
Rita se pasa una parada por ir distraída contándome sus cosas, me pide mi dirección de correo electrónico para mandarme novedades (cursos o charlas) sobre sus ángeles y ambas nos bajamos apuradas en La Paz. Abro mi paraguas, miro a todos lados y caigo en cuenta de que, nuevamente, nadie me mira. Cruzo la calle, y en Quito no para de llover.