Eduardo Daniel Crespo Cuesta (Quito, 1979). actualmente es Director de la carrera de Relaciones Internacionales de la Universidad de Los Hemisferios. Foto: Patricio Terán / EL COMERCIO
¿Cómo se convirtió Quito en el centro político?
La centralidad de Quito está firmemente asentada desde 1534 y, con el tiempo, va a configurar la Real Audiencia. Desde Pasto, que dejó la Audiencia desde 1824, hasta Cuenca, y las ciudades de la Costa, que eran bajamente pobladas hasta bien entrado el siglo XVIII, todas tienen como eje central a Quito. Esta ciudad se transforma en un nodo de comunicaciones entre Lima y Santa Fe de Bogotá.
¿Su posición geográfica ayudó a su estatus?
Exactamente. Quito tiene una posición importante en términos geográficos, que facilita esa centralidad. Hay autores que consideran que si Quito hubiese estado un poco más al norte, habría sido la capital del Virreinato y no Santa Fe, porque en términos demográficos tenía más población. Pero estaba demasiado cerca de Lima y fue más conveniente desarrollar a Bogotá como un polo. Internamente, toda la Sierra se articula económica, política y socialmente en función de Quito, con el desarrollo, a la par, de Guayaquil y Cuenca.
¿Y cómo llega a la dicotomía Quito-Guayaquil?
Mientras Cuenca mantiene cierto aislamiento, el enfrentamiento político entre Quito y Guayaquil se transforma en una constante y es una herramienta para leer nuestra historia. Lo indispensable de que las conexiones entre Quito y Guayaquil aumenten se evidencia en la necesidad imperiosa, desde la segunda mitad del siglo XIX, de construir un ferrocarril para unirlas. Quito no solo se consolida como eje económico de la Sierra, sino que se transforma en una ciudad burocratizada a medida que el Estado se articula de mejor forma. El ‘boom’ petrolero influye para que Quito sea una ciudad de burócratas.
¿Ese imaginario de ciudad de burócratas influye en sus decisiones políticas?
Hay dos cosas que le cambian el rostro a Quito. Por un lado, el ‘boom’ petrolero, pero primero fue la Reforma Agraria, que es determinante en la masificación de la población. Quito y Guayaquil se convirtieron en receptores de población de zonas rurales y de capitales provinciales.
¿Qué papel juegan sus universidades?
La educación superior es importante. No había la oferta de ahora, pero la gente de la Sierra con posibilidades mandaba a sus hijos a estudiar a la Universidad Central. Así, Quito se llenó de habitantes. La gente llega y el ‘boom’ permite que el Estado crezca y que esos nuevos universitarios tengan acceso a plazas laborales, y que se construya infraestructura y el Estado crezca.
¿Políticamente habría dos clases muy marcadas, una popular y otra de una clase media burócrata?
Puede haber más divisiones, pero tal vez esos segmentos son, en términos políticos, los más relevantes. Hay fenómenos electorales que nos permiten percibirlo. No nos olvidemos de que los presidentes que han favorecido un Estado robusto han ganado en Quito.
Esto también se puede profundizar, si se toman en cuenta las últimas elecciones a la Alcaldía. Hay que considerar este sector más popular de barriadas, que muchas veces en el imaginario del norte de la ciudad no pareciera Quito.
Pero no solo que está ahí, ya tiene una relevancia superior. Una de las cosas más saludables que le puede pasar a Quito es que desde aquí mismo se cuestione su centralidad histórica.
¿El famoso centralismo?
El centralismo sí es un enemigo de la ciudad.
¿Enemigo no solo del país, sino de la ciudad?
Sí, porque Quito es la ciudad más grande del país, pero también con más desempleo. Así, la centralidad histórica de Quito es una cosa y el centralismo es otra, y este último sí es un problema. Al ser esta ciudad un polo que va más allá de sus capacidades, empieza a tener problemas sociales y va en detrimento de otras ciudades. Si la industria, la educación, el turismo se diversificaran fuera de Quito, habría nuevos polos de desarrollo en Ambato, Latacunga o Ibarra, y la gente ya no tendría que migrar a Quito. El centralismo no solamente es una situación que puede complicar a Quito por la absorción real de población, sino porque también lesiona el crecimiento orgánico de otras ciudades. Ese problema también lo tiene de alguna manera Guayaquil.
¿Cómo cambiar esa narrativa nacional?
Primero, necesitamos una narrativa que acepte las diversidades y no solo la historia que viene desde Quito; no es que la centralidad de Quito tenga que ser cuestionada en un mal sentido pero sí repensada, en un discurso identitario con las otras regiones. Segundo, se debe estructurar un plan nacional de desarrollo para rescatar al resto de ciudades. ¿Qué hacemos con el estancamiento poblacional de varias ciudades? Una política de Estado que diga que no podemos tener hipercentros como Quito y Guayaquil, y que el resto sea subsidiario del desarrollo de esos grandes polos. Ese no es un problema ecuatoriano sino latinoamericano, como en Lima y Santiago. Las megaciudades son un síntoma de que la distribución de la riqueza está muy mal llevada.