Gonzalo Ruiz Álvarez Especial para EL COMERCIO
Si las orejas cortadas en el primero y cuarto novillos de la noche del viernes fuesen aquel marcador frío que anotan las estadísticas, habría que remarcar que los números son mentirosos. Lo son porque Enrique Ponce, en el albero de San Blas, con capote y muleta demostró que es torero de época, como pocos en la historia.
Y así se lo vio cuando tuvo que sudar la gota gruesa ante los problemas de la casta que desplegaron tres de los cuatro novillos que enfrentó, lidió y dominó.
En el primero Enrique Ponce desplegó un rosario de florituras de su atemperado capote, en el saludo a la verónica y la media de rigor. En el galleo y la media verónica superior de remate y el quite por chicuelinas. Los mimos para cuidar al novillo de Huagrahuasi fueron evidentes y con esa cadencia que da la técnica con ese temple que dan los años el pozo de sabiduría rezuma paciencia y contenido en cada serie que inició con ayudados por alto para construir un trasteo preciosista, especialmente con la mano derecha – con alguna tanda al natural – para ir retrasando la muleta en el cite al final de faena antes de culminar con un pinchazo hondo y un golpe de descabello. Oreja merecida y vuelta al ruedo.
Dio expectativas el segundo, un castaño de Triana, al que el maestro valenciano recibió de capa con verónicas genuflexas. Quite cuidado por delantales que refrescaron el repertorio. Las esperanzas en el novillo se diluyeron nada más tocar los clarines a tercio final y allí surgió el otro Ponce, el del poder y la entrega el de la enjundia, el mandón rotundo ante una embestida que se volvía áspera, rebrincada, de sentido. En el primer intento con el acero la espada rebota en una banderilla y mata con facilidad para saludar una ovación de reconocimiento.
Saludó Ponce con templadas verónicas que prolongaron su quehacer continuado en el quite con el lance fundamental y remate de media verónica. La labor fue de aquellas serias, labradas, despaciosas con sus ritmo de acuerdo a las dificultades cada vez más ostensibles del novillo de Triana y los muletazos de corte derechista dejaron ver al dominador poderoso que en la lucha entre el hombre la indómita fuerza del toro venció pese a algún resbalón, raro en un torero de tan completo dominio escénico. Es que el toro, por el pitón izquierdo, quería coger y esa pelea la terminó ganando Enrique con sabiduría y concepto macizo de toreo sólido. Su enemigo terminó con la cara alta. Vino el pinchazo y tres cuartos de estocada que dejaron en una ovación de gala el premio al reconocimiento.
Encastado y con problemas el cuarto de Huagrahuasi fue instrumento para la lidia dominadora donde afloró el conocimiento y el ritmo de un maestro colosal. Tras el saludo a la verónica el gesto del picador Hernán Tapia para sostenerse en la cabalgadura, fue de jinete y de torero. Faena calibrada desde los derechazos iniciales de aguante ante la embestida que iba revelando las complejidades. Ponce, en maestro al natural con enjundia. Desmayo y pausas en los pases en redondo y por derecho, de uno en uno y epílogo de tauromaquia antigua con cuatro pases de cartucho de pescado (aquellos de Bienvenida y Pepe Luis). Todas las series del concierto que llegaba al final de la partitura tuvieron el sabor de los templados forzados y pases de pecho. Dos pinchazos y media estocada. Oreja que quitaba el candado de la puerta grande.
El quinto Festival Virgen Esperanza de Triana había comenzado tras un intenso aguacero. La procesión con la plaza colmada y el grupo flamenco cantando el Salve Rociera, conmovedor. El homenaje del Círculo de la Dinastía Bienvenida, al respetado cirujano Guillermo Acosta, ejemplo de profesionalismo y afición, justísimo. Un prológo de lujo.