Una vez más merecen parabienes el Municipio Metropolitano de Quito; sus alcaldes Paco Moncayo y Andrés Vallejo; el Fonsal, poderoso brazo ejecutor, y su gerente Carlos Pallares, por la estupenda restauración del Observatorio Astronómico que devuelve dignidad y belleza al viejo parque de La Alameda.
El jueves pasado, a las siete en punto de la noche, en acto que no por sobrio dejó de ser elegante, el alcalde Vallejo entregó a la capital uno de sus más emblemáticos monumentos arquitectónicos, construido en la segunda mitad del siglo XIX como proyección del amplio y visionario plan de progreso cultural y científico emprendido por el presidente Gabriel García Moreno, que comprendía la educación primaria para hombres y mujeres, la secundaria y la superior.
En esta última etapa el primer paso fue fortalecer y ampliar la universidad, restringida casi exclusivamente a la formación de abogados -él mismo fue rector de la Universidad Central-, y el segundo, sin duda el más importante, iniciar un vigoroso proceso de enseñanza de las ciencias, a cuyo efecto fundó la Escuela Politécnica, para la cual trajo un extraordinario equipo de sabios franceses y alemanes y se comenzaron con rigor y precisión los cursos fundamentales.
En el proyecto garciano de expansión científica estuvo, desde el primer instante, la creación de un observatorio astronómico en Quito, ubicación que don Gabriel consideraba privilegiada: cero grados de latitud, la Línea Equinoccial, mitad de mundo, breñas de los Andes, tres mil metros de altura. Ya en su primera administración propuso a Francia un proyecto conjunto, que no fue aceptado, según informó en su Mensaje de 1865.
“Habría sido el primero de mundo”, escribió. En su segunda presidencia insistió en el proyecto ante el Congreso nacional y designó para ejecutarlo al padre Juan
Menten, uno de los eminentes científicos jesuitas traído para la Escuela Politécnica.
Menten, tras prolija observación, descartó construir en la vieja ciudad colonial el edificio apropiado que García Moreno quería, tanto por las construcciones circundantes como por el circuito de montañas y las diarias neblinas. Ni siquiera admitió el Panecillo. Decidiose al fin por las afueras de la ciudad, en la planicie de La Alameda, y allí comenzó la construcción según planos por él mismo trazados luego de inspeccionar los mejores observatorios de Europa.
Y aunque el Presidente puso en el proyecto todo su apoyo, tenacidad y estricta vigilancia, no pudo verlo terminado por el aleve asesinato sectario que puso fin a su vida. Acabada la excelente construcción prestó eficientes servicios durante todo el siglo XX, mantiene su prestigio y, otra vez como parte de la Politécnica, cumple sus objetivos con alto rigor científico.