Hace un tiempo no muy lejano, el Mundial parecía una competencia real y exclusiva entre el fútbol sudamericano y el europeo. Eran épocas en que llegar al Mundial era algo épico. Solo jugaban 16 equipos. Y todos los partidos eran, salvo las obvias excepciones, buenos. Luego, jugaron 24 selecciones, subieron a 32, y para el 2026, en Estados Unidos, México y Canadá, serán nada menos que 48 los países participantes.
Esta era de la expansión, que comenzó en España 82, tiene un valor: el Mundial es el momento propicio para ver cómo se juega el fútbol en aquellas regiones no mediáticas, como en Oriente Medio, en Asia, Oceanía y sobre todo África. Aunque nadie podrá discutir que en la FIFA pesan las razones económicas, tampoco se puede negar que el mundo se ilusionó con el buen fútbol que mostraron, en su orden, Camerún, Nigeria y Senegal.
Pero, al fin de cuentas, la Copa se ha repartido entre países de Europa y Sudamérica. Y, entre ellas, solo un puñado de países: Uruguay, Italia, Alemania, Brasil, Argentina, Francia, que tienen más de uno. Los otros son España e Inglaterra.
Los mundiales sirven también para ver la evolución del juego, sus innovaciones tácticas y hasta tecnológicas. Cómo se modificó el sistema con el Brasil de Pelé, en Suecia 58, y luego cómo, ese mismo país, lograba armar un equipo compacto con cinco jugadores que en sus equipos eran los número 10, el volante de creación, el enganche, el mejor jugador, a veces, un genio, el que entrega alegría.
La Holanda del fútbol total, la ‘Naranja Mecánica’, en 1974, marca el inicio de fútbol orientado hacia lo físico. Y luego el argentino Carlos Salvador Bilardo modificó el juego con el sistema 3-5-2. Todas estas innovaciones vinieron obviamente de Sudamérica o Europa.
Ahora parece que todo se ha desequilibrado. La industria del fútbol llevó las cosas demasiado lejos y predomina el juego a uno o dos toques. Eso es el fútbol europeo, que siempre fue una vorágine de despliegue físico. Y aunque Holanda hubiera inventado ese estilo, los alemanes la llevaron a la perfección, a tal punto que, salvo en cantidad de títulos, es el mejor equipo de la historia de los mundiales, con más finales y semifinales jugados. Hasta es digno recordar a Hans Peter Briegel, de quien el famoso relator mexicano Ángel Fernández dijo que “su nombre en alemán significa Ferrocarriles Nacionales de Alemania”.
El fútbol sudamericano no se pudo desprender de la tendencia mundial. Si los europeos mejoraban en su fútbol físico, los africanos y asiáticos también emergían con un fútbol veloz. Y muchos de los jugadores de esta parte del mundo, sobre todo argentinos, brasileños y uruguayos, poblaban este deporte en el Viejo Continente. Y así, la “nuestra”, como dicen los argentinos a su identidad futbolística, se ha ido perdiendo.
Lo que se ha perdido es la figura del enganche. Aquel que mayormente vestía la camiseta con el número 10 desde Pelé. Es el centro del equipo, el cerebro y el talentoso, muchas veces un mago. Es el núcleo del sistema alrededor del cual giran los demás. Es el número en el que inevitablemente hay que fijarse en primer lugar cuando está en la cancha un cuadro del que no se sabe mayor cosa. Solo en la Selección ecuatoriana se osó entregar esa camiseta a un lateral izquierdo.
Han habido volantes de creación maravillosos de Europa: Michel Platiní, Zinedine Zidane, George Hagi, pero los más extraordinarios los dio Sudamérica, comenzando por Diego Armando Maradona, Sócrates, Rivelino, Ricardo Bochini, Carlos Valderrama, Juan Román Riquelme. El fútbol ecuatoriano tuvo varios: Polo Carrera, José Voltaire Villafuerte, Carlos Torres Garcés.
Como dice la canción de Las Pastillas del Abuelo: “Y Jesús dijo ‘me voy/ de tácticas ya no hablo,/ pero un consejo les doy: / la pelota siempre al diez/ que ocurrirá otro milagro’”. Pero esos enganches son ya una especie en extinción. El fútbol actual quiere otra cosa: pura velocidad, potencia, dos toques máximo. Y “la nuestra” sudamericana, la pausa talentosa que acelera el juego con un solo pase, se ha perdido. Y esa es, posiblemente, nuestra mayor desventaja.
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