Sabrina Duque. Desde Niterói
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Las credenciales le sobran a la colección de Joao Sattamini. Tiene más de 40 años, es la segunda mayor de Brasil, recoge varias etapas del arte contemporáneo brasileño. Pero al visitar el museo que fue levantado para albergarla, queda la duda de si a la colección no le hubiera ido mejor en un simple cubo.
Es que el Museo de Arte Contemporáneo de Niterói deslumbra más que la más cotizada de las obras que alberga. Hace 11 años, en septiembre de 1996, fue inaugurado. Hoy, su silueta representa a Niterói tanto como el Pan de Azúcar o el Corcovado lo hacen con la ciudad vecina, Río de Janeiro, desde donde se toma una barca y se llega en menos de 15 minutos a puerto.
Cuenta la leyenda, porque la anécdota es repetida en ese tono, que Óscar Niemeyer planificó su paso por Niterói para visitar tres terrenos. En uno de esos lugares se iba a construir el Museo de Arte Contemporáneo de Niterói, a pretexto de albergar la colección privada de Sattamini.
Pero cuando llegó al primero, sobre un risco, con vista hacia la Bahía de Guanabara y con gente instalada en el mirador, admirando el paisaje, no quiso ver más.
Los otros terrenos ni siquiera los pisó. Él mismo lo describe, en la memoria del proyecto: “Recuerdo cuando fui a ver el lugar. El mar, las montañas de Río, un paisaje magnífico que debía preservar”.
Lo hizo. Es lunes y el museo está cerrado. Pero las puertas de la plaza de 2 500 m² donde se levanta la estructura están abiertas. Adentro, varios grupos de jóvenes están conversando ruidosamente, riendo, disfrutando del paisaje. Desde una esquina se admiran, sobre un islote, dos viejas construcciones que datan de la colonia portuguesa. El mirador que Niemeyer encontró, no desapareció con la construcción.
Bajo el museo, que tiene forma de platillo volador, hay un espejo de agua. Una ilusión óptica hace que, de lejos, parezca flotar.