Voces eternas y fugaces, sonidos graves y agudos, cánticos fuertes y sutiles. Su eco empapa la madrugada como rocío. El canto impregna el ambiente. Sobre el altar, el incienso se desliza. Su aroma envuelve a los tres Budas del templo Yuan Heng, inaugurado bajo el cielo de Guayaquil en 2007, el año 2 551 del calendario budista.
Con la mirada fija, Shakyamuni, Amitabha y Iao Shi Fo siguen el rito. Los toques del mu yu, un instrumento hueco de madera, y del gong marcan el compás.
Descalzos, los 10 habitantes del templo taiwanés entonan los sutras, himnos que evocan las enseñanzas sagradas de Buda. Así permanecen inmóviles, mientras sus túnicas negras danzan con la brisa de las 05:00.
Junto a las ofrendas de frutos y pan se postran el maestro Huéi Tian y las maestras Wei Ting y Guan Ting, los tres monjes encargados de dirigir la ceremonia. Para ellos no existe la edad, tampoco la familia. Lo dejaron todo para seguir los votos del budismo Mahayana de la China.
La campana de la mañana repica y los claros se dibujan en el cielo. Con cada sonido aparecen uno tras otro, sin pausa.
El resplandor es cada vez más fuerte, tan fuerte como los cantos que despiertan el revoloteo de las aves entre los imponentes pilares del monasterio. Las campanadas y las reverencias sellan la despedida de la primera de las tres ceremonias del día.
Fuera del altar, apenas se oye el roce de sandalias sobre el piso reluciente. El sonido conduce a la cocina, donde bandejas con pan, uvas, peras y guineos esperan a los habitantes del templo.
En el desayuno, la seriedad se borra. Conversan y bromean. Sus risas endulzan la colada de avena y granos secos que preparan cada mañana, y que deja un tenue sabor amargo en la boca.
Las risas enmudecen junto al altar de Maitreya, el Buda que vendrá. Su figura robusta es símbolo de abundancia y sabiduría.
Del techo se desprenden cientos de miradas doradas. Son las ruedas del Dharma, que con sus ocho rayos enseñan la guía por el camino que lleva al fin del dolor.
Junto a Maitreya se posan los cuatro guardianes, atentos con corazas reales. Y cerca, la Bodhisattva Kuan Shi In Pu Sá escucha las súplicas del mundo. Ella es la encarnación de la compasión.
Erguida, resguarda y oye el clamor que brota de la galería de los pequeños Budas. Bajo sus pies están tatuados los nombres de los donantes del templo. Entre trazos de mandarín surgen otros en español: María Romero, Ammi Aragundy, Mélida Villacís…
Al mediodía, la maestra Wei Ting se alista para su clase de español. Su tutor es Domingo, un chileno que quedó cautivado con el templo y su doctrina. Su cabello largo contrasta con el corte al ras de los Shi -maestros-.
En medio de diccionarios y cuadernos, Wei Ting se esfuerza por comprender el idioma. Compara, pregunta, practica. Aprendió frases cortas y saludos que repasa mientras da forma a los ramos de flores para el altar.
El silencio hace del monasterio su morada. A ratos, solo se oye un ligero murmullo; es el eco de una grabación en mandarín que resuena en uno de los salones.
La pizarra es el lienzo del profesor Po-Wen Tsai. El marcador es su pincel, con el que delinea trazos cortos y delicados. “Sabes pintar un cuadro”, repite a sus alumnos mientras señala dos de los 64 000 ideogramas que contiene el chino mandarín.
La oscuridad llega nuevamente. La noche se apropia de cada rincón. Son las 19:00, pero el tiempo avanza lentamente.
Las sombras de los monjes deambulan por el patio. Se escurren entre los adoquines que se postran frente a Maitreya.
Cerca, un gato corretea y se escabulle entre las piernas de los monjes. Es la mascota del lugar y la figura de una reencarnación, algún ser que no alcanzó a limpiar sus acciones, su karma, que no logró la iluminación, el Nirvana. Esa es la filosofía budista.
El cielo se pinta de negro y los faroles dan pinceladas amarillas en las paredes. En el pórtico resalta un destello. Son los trazos en mandarín antiguo que cantan: Tierra Sagrada bajo el cielo.