Alegría Ortiz
Redacción Siete Días
El viernes por la mañana supe que tenía que trabajar el fin de semana. No era un turno cualquiera, tenía una misión: encontrarme cara a cara con el Tungurahua, lejos de casa, en un escenario desconocido y muy apartado de la ‘seguridad’ y comodidad de la ciudad.
Más que el cansancio de los 14 días trabajados de corrido, sin un día libre, sentía nervios. ¿Qué puede pasar cerca de un gigante que quiere reventar? También tenía emoción, pues era toda una aventura y un reto.
De golpe todas las inquietudes de un ‘animal de ciudad’ empezaron a aflorar. Y todos los consejos de los de mi especie también; era como si me fuese en misión a otro planeta: al campo.
Empezaron los trámites y las indicaciones. “Llévate botas, poncho de agua, una bolsa de dormir, varias mascarillas, colirio y agua. Ponte pilas; atenta a todo y con cuidado”, me dijo un fotógrafo. Me dolía la boca del estómago. Todavía no había salido y mi aventura ya había empezado.
Llegué a casa y me puse a empacar. A las seis de la mañana del sábado, un chofer, un fotógrafo y yo partíamos hacia el Tungurahua.
En el camino me relajé y disfruté de un paisaje diferente al de San Bartolo. Descontaminado.
Tres horas después hicimos la primera parada: Cotaló y Bilbao. Dos pueblos pequeños y cubiertos de ceniza. Bajé del auto, miré a mi alrededor. El volcán estaba casi arriba nuestro. Pensé: “¡Qué cerca estamos del volcán. Cómo esta gente puede vivir tranquila!”.
Minutos después, la gran montaña se hizo sentir. De su boca salió una gran nube de vapor y enseguida un gran rugido que me estremeció. No pude evitar gritar “¡increíble!”. A mi lado la gente se asustó por mi grito, al volcán parecía que ni lo escucharon.
Fue ahí cuando me acordé lo que me había comentado un guía baneño. “La gente de alrededor del volcán está como sorda, ya no lo escucha”. Comprobado.
Por la tarde fuimos a Baños. La Mama estuvo quieta toda la tarde, por un momento casi me olvidé de que en cualquier momento podía enfurecer y erupcionar.
Llegada la noche, me abrigué bien; el frío en el campo es diferente. Agarré el poncho de agua, un termo con café, una linterna y salimos para ‘Los ojos del volcán’. Una montaña con vista privilegiada del inquieto volcán. Llovía y soplaba viento. En una covacha, en medio de la neblina, una señora vendía canelazos y caldo de gallina. “No estaría nada mal”, comenté. Gente, igualmente venida de la ciudad, disfrutaba alrededor mío de una noche con amigos y de un asegurado espectáculo. Como si se tratase de un concierto o de una obra de teatro. Pero al volcán no le importaba nuestra avidez citadina por verlo y decidió quedarse detrás de una espesa nube. Nos fuimos.
La medianoche nos agarró en otro mirador -uno improvisado- y con un espectáculo. El Tungurahua empezó a tirar lava. No pude más que verlo con la boca abierta.
Ya el domingo, no hubo necesidad de que sonara el despertador. A las cinco de la mañana una especie de rugido hizo temblar las ventanas. El volcán anunciaba un nuevo día. “Calma volcán, por favor”, pensé. A lo largo del día volvió a hacerlo algunas veces más.
Cayó el sol, mi trabajo terminó y sin estrés; de vuelta a Quito. Me desplomé en el asiento trasero. “¿Estás muerta?”, me preguntó el fotógrafo. “Muerta, pero cada segundo lo valió”, contesté.