Víctor Vizuete Espinosa
Los cambios radicales existen. Y no solo como atrapa-audiencias con los promocionados ‘realities’ televisivos; sino como actitudes extremas que toman las personas para dar a su vida otra dirección, otro sentido… nuevas metas.
Ramiro Jácome Lovato tomó una decisión de esta índole hace siete años. Luego de una fructífera relación profesional de cuatro décadas con Ovidio Wappenstein -su amigo, profesor, compañero y colega-, decidió empezar de nuevo desde cero.
¿Por qué lo hizo? ¿Por qué rompió un tándem tan exitoso, que materializó proyectos tan referenciales como los edificios de Cofiec, de la Corporación Financiera Nacional, del Colegio Americano, de Paco, de los hoteles Hilton Colón de Quito y Guayaquil, del Hotel Hilton Barceló de Salinas, de Turisa?
Este arquitecto de 63 años esgrime una razón de mucho peso: la familia. Raquel, su hija arquitecta casada con un colega, y Alexandra, desposada con un ingeniero civil, le pusieron entre la espada y la pared.
Luego de un tiempo de dudas y cavilaciones, Jácome decidió dejar ese sólido presente arquitectónico y abrir una nueva ventana profesional, pero solo con los miembros familiares.
La decisión no puedo ser más acertada. Ramiro aportó a la nueva oficina sus valiosas y comprobadas herramientas conceptuales, funcionales y creativas, las mismas que le convirtieron en uno de los arquitectos más prestigiosos del medio.
Su hija y sus dos yernos llegaron con sus atavíos cargados de nuevas ideas, de conceptos más contemporáneos y de una visión más globalizada de la arquitectura, que es la que impera.
Profesional capaz e inquieto, Ramiro se adaptó a esa amalgama como un guante a la mano.
Forjado bajo la égida de monstruos como Le Corbusier, Frank Lloyd Wright o Mies van der Rohe, nunca tuvo reparos en aplicar en sus proyectos directrices que dieron a conocer los gurús de estas épocas, como M Pei, César Pelli o Norman Foster.
Esa óptima adaptación, más la sapiencia que ha adquirido a través de los años, son dos de las cualidades que resaltan de él sus hijas y sus yernos.
Para Raquel es, definitivamente, un ídolo. Un gran espejo ante el que se mira todos los días. Ella admira el tesón, la frontalidad y la claridad de conceptos que maneja su progenitor.
Édgar Castelo, su esposo y colega, también resalta esa solvencia arquitectónica que maneja su suegro. “Admiro la facilidad con la que dilucida los problemas constructivos, por más difíciles que se presenten. Y aunque es funcionalista por convicción, nunca se cierra a otras ideas o aportes más actualizados”.
Francisco Terán, esposo de Alexandra e ingeniero civil de profesión, también alza el pulgar a la estatura profesional de Jácome.
“Mi suegro me ha enseñado que la fusión armónica de ingeniería civil y arquitectura sí es posible; y puede lograr edificaciones que a más de funcionales y de gran estabilidad estructural, tengan una buena estética”.
Pero no solo sus familiares piensan así. El coronel Atahualpa Sánchez, comandante del Cuerpo de Bomberos de Quito, para el que Jácome diseñó el nuevo edificio administrativo, también tiene una opinión sin grietas ni fisuras.
“Me parece un hombre muy enérgico. Responsable. Estricto, serio, comprometido con lo que hace. El diseño de la rehabilitación del edificio antiguo me encanta, lo mismo que el nuevo edificio administrativo”.
María Baldassari, quien convivió ‘desde toda la vida’ con Jácome en la oficina que este compartió con Wappenstein, es todavía más radical.
Para la dama, este arquitecto sesentón es casi la octava maravilla. Mejor dicho, en sus palabras textuales “es la octava maravilla. Alguien por la que una puede meter las manos en el fuego. Un profesional íntegro y un amigo incondicional y a tiempo completo”.
Como Baldassari, Raquel, Sánchez o Castelo, todo quien le conoce tiene esa opinión superlativa. Todos dicen que tras esa cara del malo de la película se esconde un corazón bonachón, confiado y generoso in extremis.
Y a pesar de que posee un rostro adusto, siempre tiene espacio para la sonrisa contagiosa, para disfrutar de las cosas de la vida, para el buen humor.
Una anécdota avala este lado escondido del profesional. Amante y ejecutor de la pintura, tuvo la suerte de realizar dos exposiciones con su tocayo, Ramiro Jácome Durán. Las chanzas nacían cuando los compradores se equivocaban de Jácome y pedían rebajas en los cuadros del maestro. Descuentos que eran tramitados con diligencia por el arquitecto… con las consecuencias que se pueden colegir.