El edificio de las aduanas en el malecón de Guayaquil, 1877. Anónimo. Foto: fotografianacional.gob.ec
“He dejado todo arreglado con el escribano para prevenir cualquier problema con mis bienes sobre los que he testado en bien de mi familia. (…) me veo en la grave necesidad de viajar a Guayaquil, para resolver el tema de la propiedad de mi madre, la cual corre peligro de quedar en manos del agiotista Zambrano (…) sufro solo al pensar en los peligros del viaje, rogando a Dios no me pase lo que al doctor Benítez, que fue asaltado en El Arenal, cerca de Ambato…”.
De este modo se expresaba, el 14 de enero de 1880, Juan Benigno Chiriboga, dueño de la hacienda El Laurel, ubicada en el valle de Los Chillos, cercano a Quito, en una carta a su amigo y abogado Laureano Gómez, magistrado de la Corte de Justicia de Quito. (Archivo de la BAEP, Corte Suprema de Justicia, Varios, 18875-1895, fol. 114).
Efectivamente, el viaje entre las dos ciudades a finales del siglo XIX duraba aproximadamente quince días, dependiendo de la temporada en que se hacía el traslado, conforme lo relata Alfonso Sevilla Flores, en sus dos tomos titulados ‘La Ciclópea travesía en viaje de Guayaquil a Quito en la República, 1830-1930’, publicados por la Casa de la Cultura Benjamín Carrión, con el auspicio de la Academia Nacional de Historia, en el 2013.
Vista de la carretera desde el Panecillo, entre 1898 y 1908. Foto de Juan González. Foto: fotografianacional.gob.ec
Sevilla nos adentra con sus relatos a las peripecias de un viaje largo y peligroso, el cual fue descrito por numerosos viajeros tanto nacionales cuanto extranjeros, y calificado como “increíble y penoso”. Allí están las versiones de Monnier, André, Kolberg, Whimper, Osculati, Von Hagen, D’Orbingy, Darwin, Wolf entre otros. Todos ellos manifiestan su admiración por el paisaje geográfico, pero resaltan la peligrosidad de los caminos, la osadía de los arrieros, la intrepidez de los comerciantes y la desastrosa atención a los viajeros en las llamadas ‘fondas’ o ‘tambos’, en donde debían dormir a la intemperie debido a la absoluta ausencia de higiene de los cuartos o habitaciones.
El autor inicia su relato con la llegada de los viajeros al Puerto de Guayaquil; luego al pueblo de Babahoyo, a cuyo lugar no era posible arribar “Durante los meses de invierno… ya que está expuesto a terribles tempestades e inundaciones (…) de tal suerte que Babahoyo se convierte todo él en una inmensa laguna (…) A la misma época las culebras, los escorpiones, las víboras y las escolopendras se introducen a las casas y aun, a veces, a las camas, (…) los caimanes que infestan los ríos los hacen muy peligrosos. ( Balwin, Cradoky y Joy, En La Ciclópea.., p. 120).
Para llegar a Babahoyo en tiempos de verano, el viaje se hacía en canoa, utilizando para ello a palanqueadores o remeros, nombre que más tarde será aplicado por Wilfrido Loor cuando se refiere a quienes utilizan influencias para lograr un señalado favor, sobre todo de corte político. Una vez en este poblado (Babahoyo), los viajeros tomaban la ruta a Balzapamba, por donde, según Wolf, “el camino es peor, porque en invierno las aguas se estancan en un terreno sin declive, el camino se convierte en una ciénaga fétida y sin fondo (…) también en verano rara vez se seca la región inferior de las montañas hasta el grado de que el camino “echa polvo”, como dicen los arrieros. Además se corre el peligro de resbalar en el suelo y caer en el precipicio de una quebrada, o de quedarse clavado en una angostura de las rocas que cubren el camino, y entre las cuales, las bestias, torciéndose y jalando, apenas pueden pasar su propio cuerpo” (Ibid, p. 221).
Luego de que los viajeros salían de este lugar, debían tomar dos rutas: la occidental norte y el occidental este para llegar a Guaranda, ciudad a la que llegaban luego de cuatro a cinco días de camino desde Bodegas (Babahoyo). En este lugar debían pernoctar varios días, ya que los arrieros solamente ofrecían sus servicios hasta este sitio, es decir en la ruta Babahoyo-Guaranda, sin
pasar nunca de este límite geográfico.
El mayor problema radicaba en buscar bestias de silla y de carga, las cuales eran muy cotizadas, con la circunstancia de que había gentes dedicadas a trasladar jinetes solo desde Guaranda hasta Ambato, pueblo en el que otra vez debían realizar la misma gestión.
En esta ruta era temido el paso por el páramo de El Arenal, en las faldas del Chimborazo. “El pasaje es practicable solamente en horas de la mañana. Es necesario, bajo pena de exponerse a los más grandes peligros para alcanzar el terraplén del Chimborazo antes de las 9. A partir de este momento, la violencia del viento se torna irresistible y persistente hasta la puesta del sol. Dejarse sorprender por la tormenta es la muerte” (Marcel Monnier, en La Cíclopea, p. 246).
A ello debía sumarse el temor de ser asaltados por bandoleros, a pesar de que en 1863 Gabriel García Moreno mandó a fusilar a 20 miembros de la temible banda del ‘Tuerto Alcíbar’. (Mendoza, Juan, ‘García Moreno y la Carretera Nacional’, Guayaquil, Imprenta de N. Burgos, 1940, p. 76); sin embargo, luego de la desaparición del peligroso delincuente se volvieron a reunir grupos pequeños que fueron aniquilados por Eloy Alfaro en 1898.
Cuando la Baronesa de Wilson llegó a la capital de Tungurahua en 1880, exclamó: “Aquella paloma entre flores, aquel oasis que se presentaba a nuestros ojos, era Ambato, la más alegre población del Ecuador desde Bodegas a Quito” (Ibid. Sevilla, p.272). En esta ciudad había buenos hospedajes y casas dignas para ofrecer un merecido descanso a los agotados caminantes, que para llegar a este sitio habían recorrido cerca de 10 días.
El camino entre Ambato y Latacunga era relativamente plano y se lo podía cubrir en tan solo un día de camino. Miguel María Lisboa, en 1853, dice de esta última: “Latacunga, grande y bien construida población, cuyas casas, templos y muros divisorios son todo de piedra pómez (…) tiene calles empedradas, una espaciosa plaza de mercado con sus arcadas y portales y es lugar de mucho comercio e industria” (Ibid. p, 288)
Desde la mentada ciudad, para dirigirse a Quito, había dos caminos situados a uno y otro lado del río Cutuchi. El Oriental, el más antiguo de ellos, era de hechura incásica; y el Occidental formó parte de la Carretera Nacional construida por García Moreno y que llegó a Latacunga el 22 de diciembre de 1862. Ambas rutas atravesaban el Páramo de Tiopullo por las faldas del Cotopaxi, lugar que también fue temido por la presencia de malandrines, sobre todo el grupo del ‘Indio Zota’, compuesto de 50 individuos, quienes se ubicaban a lo largo de la ruta. García Moreno los ahorcó a todos, y la zona se convirtió en una región segura. (Ibid. Mendoza, p. 92)
“Pasado este páramo, en un hora de cabalgata desde Romerillos, llegamos hasta la apasible zona de Machachi y luego de dos horas arribamos a Tambillo, lugar de hospedaje (…) Caminamos como tres horas y llegamos a La Arcadia, desde donde tuvimos la vista de Quito….¡Por fin quien anda 70 leguas (350 kilómetros) que era la distancia entre Quito y Guayaquil, llegar a la capital era un alivio, luego un increíble viaje de aproximadamente quince días, llenos de susto, lluvia, fiebres y peligros de robo.!” (Ibid. Sevilla, p.310)