El Presidente dijo, en una de sus cadenas radiales, y frente al problema energético, que habrá que hacerle la guerra a la naturaleza. Hacerle guerra a la naturaleza, aduciendo que está contra la revolución ciudadana, parece pretencioso, más aún cuando se consagraran en la flamante Constitución, los “derechos de la naturaleza”. Al fin, ¿defendemos sus derechos o le declaramos la guerra? La contradicción es idéntica a la de conservar el crudo del ITT con una bella propaganda fabricada con idílicas imágenes y, a la vez, negociar el resto de bloques petroleros que están dentro del Parque Nacional Yasuní y de la Reserva Faunística del Cuyabeno. Nos hacemos los de la vista gorda frente a una selva que de virgen e intocada tiene poco y que está bastante malherida, rodeada de caminos, carreteras, mecheros, trochas de sísmica, plataformas, canoas llenas de tablones, campamentos ilegales y hasta laboratorios clandestinos y mostramos al mundo prístinas imágenes. Así nos limpiamos las manos y la conciencia.
A la naturaleza le hemos venido dando guerra desde hace tiempo. La agujereamos para que se desangre, para extirpar el oro negro y cubrir el 50% del Presupuesto del Estado. A la naturaleza la estamos estropeando todo el tiempo, cuando quemamos sus bosques y laderas, cuando talamos sus árboles en zonas prohibidas, cuando contaminamos sus ríos y vertimos allí todos nuestros fluidos… cuando bombardeamos sus suelos para extraer el oro de sus entrañas. A la naturaleza de damos guerra cuando prendemos los generadores de diésel en toda la ciudad y vemos esa nube negra que empaña el azul cielo de Quito.
La naturaleza empieza a pasarnos factura: en Manabí la gente está caminando horas en busca de agua… los ríos de la Amazonia están secos, los nevados van perdiendo su blanca vestidura. Y no solo aquí, en los predios del reino de la revolución ciudadana… ¡en todo el planeta! A la naturaleza le hemos dado guerra sin tregua. No basta con asistir a foros internacionales sobre el cambio climático, hacerle la contra a la fiesta taurina u ofertar al mundo un paraíso que ya no existe. A la naturaleza no hay que darle más guerra. Protegerla y cuidarla depende de comportamientos cívicos, conciencia ciudadana, políticas claras, cumplimiento de leyes, inversiones orientadas no solo a la extracción de sus recursos sino, justamente, a su conservación.
Recuerdo a un místico y selvático que tuve la suerte de conocer: Juan Marcos Coquinche.
Luego de una tormenta de esas típicamente amazónicas en las que parece que el cielo se cae sobre la tierra, con vientos huracanados, rayos y truenos, dijo, en voz muy suave, como él era: “Es la manera que tiene la naturaleza de mostrarnos su grandeza y hacernos ver nuestra pequeñez, nuestra insignificancia”.
Columnista invitada