El presidente de Honduras, Manuel Zelaya, fue depuesto y obligado a abandonar su cargo por fuerza de las armas.
Aunque instancias como la ONU, OEA, la Alba y el Grupo de Río han manifestado de manera unánime su condena por lo ocurrido en Honduras, aún no está del todo claro cuáles fueron los móviles de estos hechos.
Para Zelaya no se trata, como ha denunciado la comunidad internacional, de un golpe militar sino de una conspiración política apoyada por las Fuerzas Armadas. Según declaraciones a la prensa desde Costa Rica, el presidente depuesto ha dicho que todo es producto de una confabulación de diputados, jueces y militares.
Sin embargo, para el actual presidente de Honduras, Roberto Micheletti, todo se ha dado en el marco de un “proceso absolutamente legal”. Uno de los principales argumentos ha sido que Zelaya violó la Constitución e intentó, sin tener facultades, convocar a una consulta popular para realizar una reforma constitucional que, entre otras cosas, le permitiría extender su mandato.
A la luz de los acontecimientos, da la impresión de que el fantasma del militarismo de los años sesenta y setenta no ha desaparecido, sino que se estaría reeditando en América Latina.
Pese a estar vigente por casi 25 años el modelo de democracia representativa en Honduras, esta no ha terminado por consolidarse. El poder de las fuerzas armadas, por ejemplo, sigue intacto y no existe un pleno sometimiento a la autoridad civil.
No olvidemos que luego de derrocar a tres presidentes democráticos entre 1956 y 1982, los militares permanecieron cerca de 26 años en el poder.
Si analizamos el caso hondureño en términos estrictamente políticos, la lectura, aunque polémica, no es menos real. El golpe de Estado, la eliminación de la posibilidad de realizar una Asamblea Constituyente que lleve a una posterior reforma, tal como ha sucedido en Venezuela, Bolivia y Ecuador, representa un freno en seco a las intenciones de Chávez de extender su proyecto hegemónico y exportar la revolución bolivariana en la región.
Detrás de todos estos intentos de convocar asambleas, hacer una Constitución y leyes a la medida del más puro estilo chavista, solo ha servido para que varios países entren en un proceso de agudo resquebrajamiento institucional y la eliminación de los límites que impiden un ejercicio autoritario del poder.
Si la actitud de quienes han estado detrás del golpe es condenable, no es menos cuestionable la intención del propio Zelaya. La política en América Latina no puede ser vista así, sino en función de los grandes intereses y objetivos regionales.