El siglo XX fue el escenario en el cual se construyó el orden jurídico político de la comunidad internacional, tras dos guerras mundiales de cuya barbarie atroz emergieron la Sociedad de Naciones (1919) y la Organización de las Naciones Unidas (1945), como expresión del Derecho Internacional. Anteriormente los Estados se desenvolvían en aislada dispersión en medio de la gravitación del poder hegemónico de las potencias.
La Carta de las Naciones Unidas contempla entre sus objetivos esenciales el mantenimiento de la paz y la seguridad internacionales, el arreglo pacífico de controversias o la libre determinación de los pueblos. Pero la cooperación internacional, en ese contexto, es más bien un patrón de comportamiento de los Estados que coadyuva a hacer realidad los propósitos contemplados en otros principios del Derecho de Gentes. Este hecho se conecta con el papel asumido por el Estado contemporáneo, que abarca más amplios espacios de acción en función del desarrollo y bienestar de su pueblo, lo cual desborda a veces su propia capacidad y la dimensión de sus recursos, tornándose necesaria en tal caso la cooperación foránea, que sirve a los intereses comunes o complementarios de los países. Planteadas así las cosas, coexisten en la sociedad internacional los conceptos de soberanía y cooperación.
Conviene señalar que los Estados cooperan bilateralmente o ya también en el marco multilateral de las organizaciones internacionales. En este punto importa recordar que entre los propósitos de la ONU (art. 1.3) figura el de “Realizar la cooperación internacional en la solución de problemas internacionales de carácter económico, social, cultural o humanitario, y en el desarrollo y estímulo del respeto a los derechos humanos…”.
Los países en vías de desarrollo han desplegado, desde hace varias décadas, una intensa campaña en los órganos de la ONU, para impulsar el tema de la cooperación en función del desarrollo e instaurar un nuevo orden económico internacional para satisfacer la demanda de sus pueblos.
Los crecientes desafíos actuales en el escenario mundial, en asuntos puntuales como el cambio climático, han puesto en entredicho la filosofía y la praxis de la cooperación internacional, al extremo de que la cumbre de Copenhague, que tantas expectativas había generado, tuvo un desenlace frustrante, a pesar de que el tema ambiental ocupa un lugar relevante en la agenda de la ONU.
Se trata de un flagelo de dimensión universal, presente en diversas latitudes del planeta. Ecuador planteó una iniciativa plausible y creativa, concerniente a las reservas del Yasuní, pero por diversas circunstancias no se llegó a suscribir allí el fideicomiso correspondiente.