Los costos para mantener estos artefactos son elevados. Una reparación de motor y suspensión puede costar más de USD 5 000. Foto: Glenda Giacometti/ EL COMERCIO.
Segundo Velasteguí y Jaime Robalino son amigos, casi contemporáneos, y además tienen algo en común: los dos son artesanos en oficios que están por extinguirse. Entre los dos suman más de 100 años de experiencia. El primero repara carros clásicos y modernos y el segundo, las antiguas máquinas de escribir y las registradoras.
En sus talleres se mueven como peces en el agua. Con destreza arman y desarman los motores y las piezas de cada máquina para hacerlas funcionar. Además, los dos mantienen vivos estos oficios en decadencia. A los clientes se los puede contar con los dedos de las manos, especialmente en la reparación de las máquinas de escribir antiguas y de los autos clásicos.
Los costos para mantener estos artefactos son elevados. Una reparación de motor y suspensión puede costar más de USD 5 000. Un arreglo o reconstrucción de una máquina de escribir puede costar más de USD 60.
¿Cómo subsisten Robalino y Velasteguí? Sus clientes todavía los prefieren, pues consideran que cada pieza que ellos elaboran o consiguen para reparar sus preciados objetos es única. Además, su trabajo es profesional, garantizado y honesto.
Segundo Velasteguí diagnostica a su ‘paciente’ con solo escuchar su motor.
Segundo Velasteguí es mecánico desde 1964. Su especialidad son los autos antiguos. Foto: Glenda Giacometti/ EL COMERCIO.
Segundo Velasteguí, de 79 años, continúa atendiendo en su taller de mecánica, localizado en las calles Cuenca y Martínez, en el centro de Ambato, la capital de la provincia de Tungurahua.
A las 08:00 de un jueves, llegó puntual, como ya es su costumbre. A esa hora el local comenzó a llenarse de vehículos de todas las marcas y años. No hay espacio para más clientes. Segundo es muy reconocido porque además de rehabilitar los carros más modernos, también lo hace con los más antiguos.
Conoce de cerca los motores de los autos de las marcas Ford, MGM, Chevrolet, International… de los años 1928, 1939, 1945, 1950 y más, que aún ruedan por las calles de Ambato, especialmente conducidos por los coleccionistas de autos.
Uno de los problemas es conseguir los repuestos. Para encontrar los adecuados, se contacta con los amigos que comercializan vehículos usados en Quito, Cuenca, Ambato, Riobamba o Latacunga.
En ocasiones, los propietarios los encuentran por el Internet o deben viajar al extranjero o donde el maestro Solís, un tornero, que les ayuda en la fabricación de las bases de los amortiguadores, estabilizadores, barras de dirección y otras piezas. “Me encargo que el carro salga funcionando. Eso es una satisfacción”, dice sonriendo Segundo, de mediana estatura y cabellos plateados.
Al finalizar su instrucción primaria en una escuela de la parroquia Quisapincha, localizada al oeste de Ambato, se inclinó por aprender mecánica. Su madre María Elvira Barros le apoyó. Para eso se mudaron a vivir en la ciudad.
Entró como aprendiz de tornero en el taller del maestro López y luego pasó a Rectificadora Peñafiel. Tras cinco años de permanecer como oficial, pasó a ser el jefe.
Eso le ayudó para que en 1965 abriera su propio local. Segundo se llevó una sorpresa, su mecánica se llenó con clientes. “El patio y la calle estuvieron repletos de vehículos; fue algo sorpresivo. Gracias a Dios he tenido suerte”.
Por la gran demanda laboraba de 07:00 a 23:00. Recuerda que llegó a contar con 30 operarios. Se encargaba de reparar los buses de las cooperativas de Transporte Santa, Trasandina y de otras empresas.
En sus 60 años de ejercicio profesional recibió más de 42 reconocimientos entre pergaminos y diplomas. También tiene el título de Mecánico Profesional que lo obtuvo el 6 de enero de 1964. Asimismo fue nominado como el mejor artesano de la provincia.
Cuando llega un ‘paciente’, como llama Segundo a los vehículos que arregla, está listo para demostrar su destreza. Solo con escuchar el sonido del motor sabe cuál es la falla. Juan Miranda es su cliente desde hace 20 años. “Es un buen mecánico y sabe qué es lo que está pasado solo con escuchar al motor. Es uno de los mejores”.
Esta casado con Clara Pazmiño con quien tuvo tres hijos. Rodrigo es uno de ellos y él único que aprendió esta profesión. Atiende a la clientela con la misma cordialidad que Segundo. Dice que su padre sigue siendo el maestro. En los 10 años que le acompaña aprendió a reparar los motores de los autos clásicos y también los modernos.
Otro de sus asiduos usuarios es Bolívar Molina. Él cuenta que sus cinco carros clásicos reciben el mantenimiento que les da su amigo. “Es uno de los mejores mecánicos de Ambato”.
El olor a gasolina es fuerte en el estrecho taller. Eso no detiene el trabajo de Segundo y su hijo Rodrigo, sus overoles están manchados con grasa y aceite. Espera que algunos de sus tres nietos aprendan esta profesión. Dice que si volviera a nacer, la aprendería nuevamente.
Jaime Robalino repara las máquinas de escribir
Jaime Robalino trabaja más de 40 años reparando máquinas de escribir en Ambato. Foto: Glenda Giacometti/EL COMERCIO.
En las calles Quito y Solano, en Ambato, está el local de Jaime Robalino. Él se dedica a reparar las antiguas maquinas de escribir y las sumadoras que son grandes y pesadas. Se dedicó a esta profesión luego de graduarse de Mecánica en la Junta de Defensa del Artesano. Aunque no recibió el título, él aprendió a reparar estos aparatos en 1974.
Jaime nació en Alausí, de la provincia de Chimborazo. De pequeño migró a Ambato con su madre Amelia Zavala. Terminó la primaria en la escuela La Merced y luego ingresó al colegio técnico Guayaquil, para seguir mecánica. “Soy un ambateño de corazón y querendón de la ciudad. Soy más que un ambateño. Ambato me dio mucho”, cuenta este hombre alto y de ojos azules.
Ya cumplió los 84 años, pero la edad no se le nota. Su taller siempre está abierto.
Instaló su primer local, hace 45 años, en la avenida Cevallos y Castillo. Era el mecánico más solicitado entre 1969 y 1995. También laboró en el mantenimiento de las máquinas de escribir y de las sumadoras en los bancos La Previsora, de Préstamos, Guayaquil y el Central del Ecuador, en las sucursales de Ambato y de Guayaquil. “Armaba y desarmaba los equipos para que funcionen bien. Todo era manual y ahora eso cambió”.
También las chicas que estudiaban secretariado en el colegio Técnico Hispano América y demás instituciones educativas eran sus clientes. Pero en 1995 el negocio comenzó a decaer. La computadora y las calculadoras reemplazaron a estos instrumentos de trabajo. “La tecnología llegó en forma inmediata. Ahora hay poco trabajo, llegan dos o tres máquinas a la semana. Son solo coleccionistas que me piden que los aparatos funcionen”.
Para tener más ingresos también saca copias de llaves y repara las máquinas de coser. Su hijo Hernán, el primero de los cinco que tiene, le acompaña hace 38 años en esta tarea. Se graduó en electrónica en la Politécnica Nacional de Quito, pero al no encontrar un empleo, decidió quedarse, pues había mucho trabajo.
Se encarga de las composturas de cualquier aparato electrónico o mecánico entre motores de licuadora, máquinas de coser, sumadoras eléctricas… “Aún estoy trabajando en el parque jurásico”, dice, en son de broma. El arreglo de una máquina puede costar entre USD 15 y 25.
Cuenta que antes para hacer sumas, restas, multiplicaciones y divisiones, en los bancos había máquinas de molinete. Se aplastaba los botones y se giraba la palanca: hacia adelante para sumar y hacia atrás para restar. “Eran bonitos estos equipos”.
Laboró con su amigo Felipe Terán, técnico del banco La Previsora. Con el aprendió y perfeccionó sus habilidades. Constantemente viajaban a Guayaquil y a otras ciudades para dar el mantenimiento a esos instrumentos.
En esos años se fabricaban máquinas con carretes de hasta un metro de largo para escribir las cantidades de los balances en números. “Estamos reparando las máquinas de colección. Nuestros clientes nos las confían, por la experiencia y la honradez”.
En un mostrador almacena las obras que ya están listas para ser entregadas. En varias perchas se exhiben las máquinas de escribir que usaban las estudiantes y otra de 1965 que está en restauración.
Con destreza sostiene un desarmador y empieza a desmontar cada una de las partes. “Instalé mi propio negocio, porque no quería ser empleado y eso es lo que hice en estos 45 años de artesano. Ahora es una profesión en decadencia y que está por desaparecer”.