No se puede lamentar la muerte de un hombre tan perverso como Osama Bin Laden, el rostro del terrorismo. Y sin embargo, molesta la forma en que se dio la noticia. Hubiera sido aceptable el informe de un operativo militar en el cual murió el terrorista más buscado del mundo; no resulta admisible la precisión de que lo mataron y que estaba desarmado. La diferencia puede parecer hipocresía, pero no es así; el asunto tiene aristas políticas, bélicas y éticas.
En su faceta de política interna, está claro que la cabeza de Osama como trofeo de guerra asegura la reelección de Obama, pero desde el punto de vista geopolítico hay muchas preguntas sin respuesta: ¿Cómo fue posible que el hombre más buscado del mundo estuviera instalado en una segura residencia a 50 km de la capital Islamabad? Se suponía que Pakistán es aliado de EE.UU. en la guerra contra el terrorismo. La escasa confianza en ese Gobierno explica que el operativo se llevara a cabo violando el espacio aéreo y sin conocimiento del Gobierno, alegando, como en el caso de Angostura, que podía fracasar la misión.
El terrorismo ha hecho cambiar el concepto de la guerra, como ha explicado Umberto Eco; ya no hay campo de batalla, combatientes, ni confrontación directa. En la guerra contra el terrorismo, el campo de batalla es todo el planeta, combatientes somos todos porque podemos ser el blanco y el enemigo puede estar dentro. Al destruir las Torres Gemelas, Bin Laden puso en marcha el más eficaz instrumento de publicidad para sembrar el miedo, provocar el mayor desconcierto al enemigo y el orgullo más grande a sus seguidores. Se impuso la retórica tóxica de la guerra de las civilizaciones, dice Nicolás Demorand del diario Liberation. Esa guerra sería un absurdo porque el enemigo está dentro en ambos bandos. Terminaríamos como Trencavel cuando se enfrentó con los Cruzados en Carcassonne; al ver que degollaban a todos preguntó: ¿cómo sabes quiénes son herejes y quiénes cristianos? El jefe de los Cruzados respondió: Yo mato a todos, Dios conoce a los suyos.
La ética nos obliga a repensar el valor de la vida y la justificación de la guerra. El presidente Bush no encontró respuesta para el terrorismo dentro de los cauces democráticos, pasó por encima del derecho internacional con la guerra preventiva, las prisiones arbitrarias, la tortura, la vigilancia a los ciudadanos, la declaración de “blancos humanos”. Ya no es aplicable el viejo concepto de la guerra, se parece más a la cacería, acorralar a la presa y darle muerte.
En este relativismo moral cada quien piensa lo que quiere, desde los estadounidenses que celebraron la muerte, pasando por el lamento de nuestro Canciller, hasta el escepticismo de los islámicos que creen que Bin Laden no puede morir. En cuanto a mí, solo quiero ir, como decía Camus, hasta donde la razón puede seguir siendo clara.