En la vorágine del debate sobre el proyecto de Ley de Comunicación, los panelistas aseguramos que la lucha no es por interés propio, sino por la defensa del derecho ciudadano a la información.
Pero, ¿en verdad es así? ¿A nombre de quiénes hablamos? ¿Tenemos autoridad moral para invocar el nombre de los ciudadanos? ¿“La gente” participa activamente en la agenda noticiosa? Me parece que el quid del asunto es ese: la representatividad.
Por eso supongo que a millones de los que pretendemos reflejar les resultará poco creíble que, en ciertos momentos de la confrontación teórica e ideológica, unos y otros nos atribuyamos la legitimidad de la vocería ciudadana.
¿Realmente hablamos a nombre de la sociedad? ¿Cómo estamos seguros que la sociedad siente que nuestros planteamientos los representan?
Empecemos por esta reflexión: culpar a los demás por nuestros errores y vacíos parece el atajo más fácil para eludir responsabilidades. Y culpar a los demás por las deficiencias del periodismo ecuatoriano es una actitud poco ética y poco autocrítica.
Catedráticos universitarios que llegan a los debates suelen plantear que ellos hacen bien su trabajo en las aulas con los futuros periodistas, pero que estos se deforman ideológica y profesionalmente al entrar en el juego del poder mediático. Del otro lado, algunos directivos y editores de las empresas informativas lamentan los enormes vacíos teóricos y prácticos de los nuevos periodistas cuando estos se enfrentan al rigor del proceso informativo.
¿Y el argumento del poder político? No hace falta insistir en desnudar el discurso que pretende persuadirnos de que “el único interés del Gobierno es velar porque los ciudadanos no sean víctimas de la prensa corrupta”. Las intenciones oficialistas de silenciar al periodismo crítico son tan evidentes que ya no vale la pena abundar en ello.
Por eso, además de denunciar el nefasto objetivo gubernamental de controlar el pensamiento e impedir el libre flujo de las ideas, lo que debe preocuparnos a quienes no pertenecemos a al populismo de izquierda es la poca presencia ciudadana en el debate sobre la ley y en la construcción de la agenda informativa cotidiana.
En el apasionamiento de la confrontación y en el cruce de estigmatizaciones y prejuicios, el peor riesgo es que olvidemos que el objetivo final de nuestro trabajo no son el ombliguismo ni el autismo.
Si de cualquier manera la ley inquisidora se nos viene encima, ¿qué tal si la academia y los periodistas empezamos, ahora mismo, a trabajar juntos por una pedagogía mediática que ponga fin a la ausencia de representación ciudadana en la prensa nacional?