En realidad, no es una novela. 1822, el libro que acaba de publicar Iñigo Salvador Crespo es, más bien, una historia novelada de la campaña militar que culminó con el triunfo de Pichincha. Creo eso porque la trama no gira alrededor de personajes, para quienes los hechos históricos son un telón de fondo, una parte del escenario, sino que está constituida por la historia misma, a la que el autor agrega ficciones que encajan en los sucesos, o escenas, diálogos o situaciones que, siendo probables, es imposible conocer en sus detalles.
Este, me parece, es uno de los méritos del libro: convertir la vieja historia de los manuales escolares en un relato ameno y bien escrito, que atrapa al lector y no puede leerse sino con gusto. Salvador baja a los héroes de sus pedestales y muestra sus disputas internas; sus envidias y sus rencores; sus miedos, inseguridades y recelos. Frente a la idea tradicional de que la campaña de que terminó en Pichincha fue la marcha de un ejército victorioso, conducido por un líder infalible, que solo tenía que recorrer el camino hasta Quito para sellar la independencia, 1822 deja en claro que la incertidumbre del momento y la siempre presente posibilidad de la derrota.
Una historia novelada, por más apegada que esté, como en este caso, al hecho histórico, no es un libro de historia; sigue siendo ficción. Esto, sin embargo, no impide que, para entendernos mejor como pueblo, 1822 sea un texto que conviene leer y que me atrevería a calificar como ineludible.
Sirva como ejemplo esa clara imagen que, en la ficción, cuando advierte a Sucre lo que está por venir, muestra Aymerich de la tierra que ha gobernado por más de una década: “¡… no son los humildes los ingobernables! … Son los pudientes los que hacen de estos países territorios caóticos, proclives a la anarquía. Son las élites criollas, acostumbradas a sus privilegios y sin otro interés que conservarlos, las que hacen difícil un gobierno que busque el bienestar de toda la colectividad”.