Hoy es el centenario del poeta. Podemos verlo en la fotografía, llenando con su gordura la mecedora, con la mirada tímida. Si el ojo de quien mira la fotografía está ahora en el lugar de la cámara, la mirada del poeta se pierde en el infinito, a espaldas de quien quiere retenerlo en esa silla. ¿Qué paisajes mira Lezama, que ha recorrido el mundo en distintas épocas sin casi salir de esa silla? Aunque parezca prisionero de la fijeza, esa silla es un vehículo con una enorme capacidad para transfigurarse: bergantín que lo llevó a Sevilla para asistir a la misa de despedida a Colón y sus marineros; trineo que recorre las estepas heladas cerca del Polo Norte, a donde se dirige para contemplar cómo pare una esquimal; coche para pasear por las calles habaneras en búsqueda del paraíso perdido de la infancia.
Hace unos días el escritor Eugenio Marrón llegó a Quito para avisarnos que se preparaba la fiesta de los 100 años del poeta. Recordó la obra de Lezama, sus aventuras editoriales de las que surgieron varias revistas, entre ellas Orígenes, una proeza en la cultura hispanoamericana. Gracias a Marrón y a Alejandro Querejeta hoy podemos imaginarnos a Lezama Lima mientras dibuja con las volutas de humo de su cigarro los peces multicolores de un acuario o un jardín botánico tropical. Conversa él, que viaja de infinito a infinito en su mecedora, con Juan Ramón Jiménez (que al parecer no encuentra a otro que lo escuche), con Virgilio Piñera (que le lanza unas pullas), Gastón Baquero (que desde su exilio en España le lee sus últimos poemas) y Ángel Gaztelu (en sotana, a pesar del calor), con Rodríguez Feo que le trae unos poemas de Eliot y unos pesos para la revista, con los poetas Cintio Vitier, Fina García Marruz, Eliseo Diego. Cruza la puerta del salón Roger Caillois que está de paso, no se sabe si para Buenos Aires o París, pero que lleva un collar de pulpos. ¿Le sugirió Lezama que escriba sobre los pulpos? A la fiesta del poeta no puede faltar un fastuoso espectro que dice llamarse Góngora y Argote, quien reclama que se lo considere abuelo del poeta.
Alguien cuenta que a Vargas Llosa lo pilló el anuncio de que había ganado el Nobel mientras leía ‘El reino de este mundo’ de Alejo Carpentier, (que no estaba en la fiesta de Lezama, aunque los dos se confunden en el infinito). Los cubanos tienen, a pesar de las vicisitudes, un sentido profundo de lo que Vargas Llosa llama ‘patriotismo’ en su discurso del Nobel. Ese patriotismo les permite preservar la memoria de poetas y artistas. Allí no los entierran, como sucede por acá, bien hondo bajo tierra. Por ello, la hoy ya anciana Fina García Marruz coloca la mecedora en el lugar preciso de la casa de Trocadero que los cubanos preservan para contemplar cómo Lezama Lima viaja por eras imaginarias.