Todo está en la imaginación decía uno de los diminutos personajes de ‘En el nombre de la hija’. Hemos de darle la razón, ahora que el pan de 12 centavos vale 25, que se han erradicado las enfermedades como el sarampión, salvo para quienes no se han vacunado y otras tantas cosas que parece que hemos logrado en la ficción y en la retórica pero que en la realidad aún no se notan. De esas hay muchas… como aquella de que el Ecuador está libre de analfabetismo pero por estos lares todo lo que se escribe con b aparece escrito con v y a la h no se la pone nunca porque es muda. O como que “protegemos las áreas protegidas” aunque las taladremos y coloquemos en ellas más plataformas desde las empresas ecuatorianas que la tan odiada Oxy. O como la última, que ha dado tanta polémica, de que el bachillerato unificado cambiará radicalmente la educación aunque no existan maestros preparados para dictar las nuevas materias. O que el puente sobre Napo será más bello de América Latina aunque los gigantescos postes de hormigón desentonen con el paisaje y la ecología. A veces parece que el deseo, ese deseo del país de las maravillas, de la pura fuerza de la imaginación, hasta se vuelve realidad.
La peli, pretexto para este artículo, puede ser incómoda para quienes viven de ellos cuarenta años después de los famosos setentas latinoamericanos, para quienes coleccionan, con la misma devoción, estampas del Che Guevara y de la Dolorosa y se niegan al diálogo sano y constructivo, a darse la mano, a dejar de lado las cosas inútiles de la política y las bronquitas ideológicas para pasar a la construcción de un país en el que haya espacio para todos, incluidos los “tíos locos” que rompen los esquemas y que dan luces para crear ese mundo posible, hecho de las cosas del día a día, de las minucias, de los libros que se leen y de los cuadros que se pintan.
Menos mal aún queda el cine para decirlo. Menos mal hay escritores capaces de crear universos propios, ajenos a la realidad que imponen los dogmas o los panfletos. Menos mal hay aún gente que hace cosas en silencio y que es capaz de dar su tiempo y energía por los demás, sin importar la etiqueta con la que se la estigmatice (que si curuchupas, que si progres), ahora, en pleno siglo XXI a las puertas del XX. Esa gente, por supuesto, está, como debe ser, al margen. Viviendo el día a día. Sin que la plata le sobre. Sin aspavientos. Haciendo cine. O música. Escribiendo. O empujando a otros a creer en que otro mundo sí es, todavía, posible.
‘En el nombre de la hija’ puede ser un pretexto para hablar de un país al que no le hacen bien los extremos, sino la vida en común, los acuerdos pese a los desacuerdos, lejos, bien lejos, de los discursos y de los estereotipos.