El viernes pasado, el Gobierno puso en marcha un programa de despidos masivos en el sector público, eufemísticamente llamado ‘compra obligatoria de renuncias’. Según el Ministerio de Relaciones Laborales, cerca de 4 000 burócratas serán separados de sus cargos hasta finales de este año, a un costo de 116 millones de dólares.
La posibilidad de despedir a funcionarios del Estado es una iniciativa largamente buscada por el Ejecutivo, pues este mecanismo le permitirá alcanzar dos objetivos: en primer lugar, el Gobierno podrá deshacerse de líderes gremiales o funcionarios que no compartan sus tesis y líneas de trabajo. En segundo lugar, los despidos masivos serán un mecanismo que el Ejecutivo utilizará para intentar reducir el gasto corriente.
Desde que Alianza País asumiera el poder, más de 100 000 nuevos empleados han entrado a trabajar al sector público. Este crecimiento abrupto y desproporcionado de la planilla estatal ha causado desorden no sólo en la administración de las finanzas públicas, sino también en la forma de operar del Estado.
Prueba de ello es la incapacidad del sector público para gestionar sus presupuestos de inversión. Por ejemplo, los funcionarios y empleados del sector de la salud apenas han sido capaces de ejecutar una cuarta parte de los programas diseñados por ellos mismos. Seguramente esa es una de las razones por las que sufrimos epidemias de sarampión y por la que algunos hospitales públicos brindan malos servicios.
El programa de despidos masivos de este Gobierno es una dura lección sobre los límites del gasto público: para mejorar los servicios no basta gastar bastante, sino que hay que gastar bien. Las partidas presupuestarias en sectores clave como salud y educación se han inflado con el régimen de la ‘Revolución Ciudadana’ y, paradójicamente, nada ha mejorado sustancialmente.
En otras épocas, los despidos que lleva a cabo este Gobierno hubieran sido calificados de ‘neoliberales’ o ‘fondomonetaristas’. Ahora son medidas obvias y necesarias para mejorar el funcionamiento del Estado. Ojalá sea así.
Ojalá que no se separen a los funcionarios con alto perfil técnico y amplia experiencia para dejar las diferentes instituciones en manos de neófitos que únicamente saben obedecer órdenes y carecen de iniciativa.
Ojalá, también, que los ahorros futuros que produzcan estos despidos –y los que vengan el próximo año– sean canalizados, ahora sí, de forma apropiada en programas y proyectos que tengan un impacto duradero sobre los sectores más desprotegidos de la población y no se conviertan en dinero de bolsillo para financiar las crecientes necesidades de propaganda que tiene este Gobierno para crear la ilusión de que su vocación es profundamente social.