No es sencillo entender este juego del castigar y perdonar al que se ha dedicado el Gobierno de un tiempo a esta parte. Personalmente, no estoy convencido de que se trate únicamente de una hábil estratagema política para neutralizar o arrinconar a algunos adversarios incómodos. El juicio en contra de Mónica Chuji, por ejemplo, tiene un trasfondo mucho más complejo que el simple pragmatismo coyuntural.
Más allá del indisimulable tufo racista y sexista del proceso (desde el poder aparece como inadmisible que una mujer indígena lo cuestione), se perciben contenidos que trascienden el ámbito de la política.
No conozco de teorías psicológicas que expliquen la satisfacción o la compensación que pueda sentir una persona en imponer castigos para luego perdonar. La referencia patológica más próxima que me viene a la mente es la del padre autoritario que, mediante el perdón, se asegura el afecto y la sumisión de los demás miembros de la familia.
Desde otras ciencias sociales, el perdón público es analizado como una economía del castigo; es decir, la autoridad debe perdonar a un porcentaje determinado de culpables, de modo que la función punitiva del castigo cumpla eficazmente su función restauradora del equilibrio social. Históricamente, esta potestad correspondió exclusivamente al jefe, rey o emperador en su calidad de autoridad emanada por voluntad divina.
Es por ello que una explicación más asequible sobre esta dualidad castigo/perdón puede hallarse en el campo de la religión, particularmente de la religión judeo-cristiana. Ahí encontramos dos visiones diferentes. Por un lado está el Dios castigador del Viejo Testamento, que en ocasiones aparece cruel y vengativo. Actúa a través de una dialéctica de ser supremo justiciero y misericordioso, capaz de perdonar, pero siempre desde las alturas. Su decisión es vertical y autoritaria.
Por otro lado, está el Dios cristiano del Nuevo Testamento, para el cual el perdón es un imperativo moral que compete sobre todo a los seres humanos. Estos pueden perdonarse entre sí, al punto de llegar a amar a sus enemigos. Es una decisión horizontal y tolerante.
Pero también tenemos la tradición helénica del perdón divino, en la cual los dioses toman decisiones al tenor de sus caprichos y pasiones. Más apegados a las miserias humanas, tampoco tienen ningún empacho en destruir a los mortales que caen en desgracia.
Queda a juicio de los lectores determinar en cuál de estas concepciones del perdón se inscribe la última decisión del Secretario de la Administración. Lo que sí debemos esperar los creyentes y no creyentes de este país es que la afirmación de Mónica Chuji, de que solo pide perdón a Dios, no sea tomada por el mencionado funcionario como una alusión personal. Ignoscere divinum est.