La aprobación en París, el 10 de diciembre de 1948, de la Declaración Universal de Derechos Humanos impulsó uno de los cambios de paradigma más importantes en la historia de la humanidad, al reconocerle derechos a todos los seres humanos “sin distinción alguna de raza, color, sexo, idioma, religión, opinión política o de cualquier otra índole, origen nacional o social, posición económica, nacimiento o cualquier otra condición”. Ese fue el primer paso en la construcción de un andamiaje jurídico universal que aspiraba a poner fin a miles de años de injusticias para millones de personas. Fue un momento histórico en el que prevaleció un espíritu de grandeza y esperanza.
Hoy, 63 años después, sabemos lo difícil que es hacer efectivos los ideales expresados en París: “El advenimiento de un mundo en el que todos los seres humanos, liberados del temor y de la miseria, disfruten de la libertad de palabra y de la libertad de creencias”.
Los países de América Latina tuvieron un rol central en la aprobación de la Declaración Universal y en la incorporación de algunas de las disposiciones más importantes. Solo 8 meses antes de la adopción de la Declaración Universal, nuestra región había adoptado en Bogotá la Declaración Americana. Lamentablemente ese espíritu no duró mucho . Años más tarde, América Latina introdujo la palabra “desaparecido” al diccionario jurídico; las democracias fueron sustituidas por dictaduras. Masacres y torturas se convirtieron en moneda corriente.
La región tiene una historia pendular de democracia y derechos humanos y masacres y dictaduras por el otro. A partir de los 80 comenzó una etapa de desarrollo democrático que, salvo excepciones aisladas, ha inclinado el péndulo del lado democrático. Pero esa misma historia pen-dular nos obliga a persistir en la construcción de condiciones que impidan oscilar nuevamente hacia el autoritarismo.
Son muchos factores en la construcción de un Estado de Derecho sustentable. Pero hay uno indispensable: justicia por las violaciones a los derechos humanos y por la destrucción del sistema democrático. La impunidad corroe a toda la sociedad y construye sociedades injustas, desiguales, discriminatorias, donde el ideal de progreso e igualdad es avasallado por estructuras de poder formales e informales que protegen y benefician a los sectores más favorecidos y perjudica a los más vulnerables. La impunidad protege a aquellos que asesinaron y torturaron a miles de personas y prohibieron a los pueblos decidir su propio destino. La falta de justicia alimenta la repetición de atrocidades y transforma a la ley en escudo de los poderosos. La incansable búsqueda de justicia ha sentado bases para un Estado de Derecho duradero. No podemos descansar en el camino.