Seguramente no podrían encontrarse dos países más diferentes que Rusia y Nicaragua, en múltiples aspectos. Para atender solo a la superficie territorial, resulta que mientras el uno es la nación más grande de todo el planeta, la otra representa menos del 1 % de ese monto y casi lo mismo pasa con el número de habitantes, esparcidos en las inmensidades de Siberia o concentrados en medio de la naturaleza exuberante y cálida de la América Central.
Y, sin embargo, en cuanto a la organización política, los dos Estados han corrido estas recientes semanas peripecias bien semejantes. En efecto, sobre la base de una discutible interpretación jurídica, el opaco señor Ortega, de Nicaragua, buscó su reelección inmediata y los informes de los órganos oficialistas dijeron que la había alcanzado, sobre el señor Govea su más inmediato rival.
Por su parte, en Rusia, Vladimir Putin se elevó hasta la cima del poder el año 2000; luego ocupó la expectante posición de Primer Ministro y ha hecho pública la ambición de postularse para los comicios de marzo próximo. El diario oficial aseguró que el partido del mismo Putin había logrado el 49,32% de los sufragios en las elecciones parlamentarias y que con este caudal conseguía la mayoría absoluta de los escaños de la Duma, como se le llama a la Cámara, según las normas vigentes en Rusia. No obstante, este viernes muchas ciudades rusas, en primer lugar Moscú, protestaron masivamente contra las muchas irregularidades registradas durante la elección e, incluso Mijail Gorbachov, uno de los personajes que han cambiado el rumbo político de la Tierra, pidió directamente “la anulación de los comicios… viciados por falsificaciones y manipulaciones”. Al otro lado del mundo, idénticos estallidos y por los mismos motivos, han tenido lugar en Nicaragua.
Se ha puesto gravemente en duda la legitimidad de los comicios y, por esta vía, aún la legitimidad de la que constituye herramienta vertebral del sistema democrático.
De ahí que se vuelva de importancia capital, tanto el descubrir la causa decisiva para las quiebras y fraudes denunciados en los dos países tan distintos, cuanto el determinar mecanismos urgentes, que permitan una auténtica radiografía de la voluntad popular, sin triquiñuelas que caricaturizan a la forma de gobierno juzgada como la más perfecta y deseable.
En ambas dimensiones la principal culpable es la reelección inmediata. Así aparece tanto de aquel resorte secreto de la naturaleza humana que empuja en busca del triunfo, cuanto de las enormes maquinarias de propaganda gubernamentales, los desmesurados recursos de que disponen, la influencia sobre los burócratas, que hacen imposible plantear siquiera la posibilidad de elecciones limpias y competitivas, si antes no se elimina la funesta posibilidad referida. ¡Todo lo demás es cuento! Como dice el estribillo de una conocida frase publicitaria.