Las expropiaciones vuelven a estar de moda en Latinoamérica. Hugo Chávez las convirtió en un espectáculo televisivo. “Exprópiese”, indicaba ante cualquier compañía que le parecía conveniente pasar al sector público, como un Harry Potter socialista con varita mágica, mientras sus acólitos aplaudían.
Ahora la furia expropiatoria le llegó a la presidenta Cristina Fernández. La víctima: la multinacional española Repsol, que perdió su filial YPF.
A los gobiernos que se apoderan de lo ajeno les resulta muy fácil hacer las cuentas del Gran Capitán, entre otras razones, porque en los países neopopulistas cualquier relación entre la ley y la justicia es pura coincidencia.
El último gobernante en incurrir en esa práctica fue Evo Morales. El primero de mayo les regaló a los obreros bolivianos una empresa española de energía. Ignoro por qué no dio también a sus hijos algunos McDonald’s o una cadena de pizzerías.
Expropiar resulta muy popular, pero es un camino corto hacia el desastre económico. El capital se esconde, huye o se inhibe de llegar adonde corre peligro. La empresa no tarda en convertirse en ineficiente y tecnológicamente atrasada, permanentemente necesitada de inyecciones de capital para no hundirse bajo la corrupción y el clientelismo.
¿Por qué el Estado es un empresario tan rematadamente malo? Porque lo dirigen los políticos. A los políticos, salvo a unos pocos serios y responsables, no les interesa la competitividad empresarial, la rentabilidad de la inversión y utilidades para invertir y continuar creciendo, sino controlar los presupuestos para beneficiarse y beneficiar a sus partidarios. Tampoco les conviene adversar a los sindicatos. Es mejor complacerlos. Total: el dinero con que se remunera a los empleados públicos no proviene del bolsillo propio sino del nebuloso producto de los impuestos. El negocio de los políticos es ganar elecciones. Es una especie voraz que se alimenta de votos, de aplausos y, cuando son deshonestos, del dinero ajeno.
Donde las sociedades son sensatas y las gentes quieren progresar, en lugar de expropiar negocios y constituir ruinosos Estados-empresarios, lo que hacen los políticos más sagaces es propiciar un denso tejido empresarial privado, que paga impuestos para beneficio de todos. En esas naciones desarrolladas del primer mundo, las personas entienden que es más inteligente y rentable ser socios pasivos de miles de empresas que entregan una parte de sus beneficios sin propiciar corrupción, sin fomentar el clientelismo y sin que la sociedad corra riesgos. Los fracasos los pagan los capitalistas. Los beneficios los recibimos todos. Los políticos tienen menos poder que en el mundillo neopopulista. Por eso les va mejor.