Es difícil imaginar en nuestra historia política una acción de comunicación tan envolvente y sistemática como la que despliega el actual Gobierno para sostener su imagen pública. Se trata de un plan que no ha descuidado ni siquiera espacios destinados a la crítica al poder, como los grafitis. De modo que terminamos aceptando como normal que los gobernantes asuman el papel de críticos y no de criticados, de víctimas y no de responsables.
Esa decisión de ir un paso adelante en materia de comunicación rinde frutos y se articula en algunas políticas. Primero, mantener el monitoreo y el análisis detallado de toda la información para salir al paso con garrote en mano. Esta capacidad de no dejar nada sin contestar se basa en la idea de que con los medios privados hay que actuar como con la maleza: rozarlos constantemente para que no crezcan.
De la mano de esta política está en segundo lugar el funcionamiento coordinado de todo el aparataje de comunicación, que no solo incluye las vocerías de los ministerios e instituciones sino los medios ‘públicos’ y los incautados, junto con una acción propagandística de buena calidad y centrada en ejes claros, que se distribuye generosamente a lo largo y ancho del país e irriga economías de medios grandes, pequeños y medianos.
Tarde, los estrategas se dieron cuenta de que su cobertura envolvente no funcionaba con la misma eficacia afuera, como quedó demostrado por ejemplo con los juicios contra El Universo y contra los autores de ‘El Gran Hermano’, pero hay que reconocer que han hecho serios esfuerzos, desde luego sin los mismos resultados, para aplicar las políticas internas con medios extranjeros, y tratar de generar opinión favorable con figuras de cierto peso internacional.
Pero sería injusto no destacar otro pilar de la política de comunicación: el arte del disimulo y la distracción. Esta no solo consiste en poner en la agenda pública nuevos temas que desvían la atención -cuando la ciudadanía está pendiente sobre el préstamo a Gastón Duzac se emprenden acciones, seguramente justas, contra Álvaro Noboa-. Es otra extrapolación que le permite al Gobierno pasar de acusado a acusador o de responsable a víctima.
Por ejemplo, en el caso de ‘El Gran Hermano’ el Gobierno logró trasladar la discusión desde los contratos con Fabricio Correa hacia la honra presidencial. En el caso de Pedro Delgado, y de otros funcionarios, se usó la fórmula de la solidaridad y el desagravio para tratar de convertirlos en víctimas en lugar de responsables. El Presidente desafía a los ciudadanos de a pie a proveer la información, en lugar de pedírsela a los implicados.
Así, el Gobierno no responde y solo juzga. Cuenta con una Función Legislativa hecha a la medida y con un sistema judicial reformado pero plagado de ‘coincidencias’ en torno a los temas de interés para el poder. Una política de comunicación que funciona. ¿Hasta cuándo?