Usualmente, los brasileros sólo se lanzaban a las calles durante los carnavales. Ahora salen a protestar. ¿Qué pasó? Todo comenzó por un aumento del transporte público, pero la verdad profunda es que buena parte del país está fatigado por la corrupción, impunidad, burocracia y mala gestión.
En Brasil pagan impuestos de primer mundo, pero reciben servicios de tercero. Eso irrita. El 38% de la riqueza creada, el PIB, va al Gobierno. Mayor que en Canadá. En el vecino Uruguay, en cambio, el sector público apenas consume el 28,9 del PIB y el país está más organizado y habitable que el enorme Brasil.
Claro, el PIB brasilero es pequeño o grande según como se mire. Brasil tiene la sexta fuerza laboral del planeta con 107 millones de trabajadores. Por tamaño es la octava economía mundial, pero dividida su producción (USD 2 374 billones; en inglés serían trillones) entre el conjunto de la población (201 millones), alcanza el puesto 106. Incluso, seis países hispanoamericanos tienen mejor per cápita que Brasil, media docena de islas caribeñas también lo superan.
La burocracia brasilera es torpe y con frecuencia corrupta. El transporte público es malo. La justicia desesperantemente lenta. Las cárceles horrendas. En general, la educación y la salud pública son mediocres. La seguridad ciudadana es desmentida por el constante acoso de los maleantes y los disparos en las favelas. Ninguna universidad brasilera está entre las primeras 100 del planeta, hallamos dos cuando analizamos 500. Apenas publican investigaciones científicas originales.
Naturalmente, hay zonas de excelencia. Por ejemplo, compañías mundialmente reconocidas como Petrobras, Embraer y Oderbrecht, pero el empresariado se aísla de la competencia exterior con aranceles y otras medidas proteccionistas que perjudican al consumidor local.
Simultáneamente, en la última década abandonaron la pobreza decenas de millones de brasileros y el Gobierno se esforzó por solucionar la desnutrición en las regiones más desvalidas.
La presidente Dilma Rousseff, demagógicamente, respaldó las protestas como si no fueran contra su gobierno, aunque hace más de una década es administrado por la izquierda y la sociedad comienza a decir que el Partido de los Trabajadores -el de Lula, y Dilma- está compuesto por ladrones y sinvergüenzas. Unos perfectos hipócritas que, sin abandonar el discurso de la reivindicación de los humildes, resultan tan corruptos como la derecha y el centro, pero más ineficientes.
El riesgo que implica esta actitud, si se generaliza, es que en el país se oiga el fatídico grito que destruye los partidos políticos y abre la puerta a la aventura y el disparate: “que se vayan todos”. A ver si lo entienden: la democracia liberal es un sistema que sólo funciona y prevalece si se gobierna bien y con apego a la ley. De lo contrario, un día viene el diluvio.