En el IV Congreso Internacional de la Lengua Española (Cartagena de Indias, 2007), Antonio Muñoz Molina se refirió con cierto pudor, al valor económico del español. Se dirigía a un público amplísimo, ante el cual arriesgaba una interpretación equívoca, dado el concepto idealista con que aún tratamos en América cuanto concierne a la lengua. En este ambiente, su observación podría haberse interpretado como la reducción de la lengua a mercancía, y así debí sentirlo, aunque, a la vez, su inesperado aserto constituyó para mí una revelación.
Al buscar hoy noticias sobre Muñoz Molina, encontré “Esponsorizados” un escrito suyo que transmite lo que muchos habríamos querido responder entonces: “Sugiere Malaquías que en estos tiempos de crisis los padres en apuros pongan a sus hijos nombres de marcas comerciales, pero no se trata de una fantasía. Juan Sardá ya escribió una novela de ciencia-ficción en la que los países adoptan nombres de empresas que los patrocinan. Sin necesidad de ir al futuro, el metro de Madrid… ha convertido el hermoso nombre de la estación de Sol en Vodafone-Sol, lo cual me parece uno más de los ultrajes a los que esta ciudad viene siendo sometida por los vándalos que la desgobiernan….
Qué buena suerte ha tenido Madrid en la literatura, y qué mala en la historia, incluida la contemporánea. ¿Para cuándo “Puerta de Alcalá- Kentucky FriedChicken”, o “Moviestar Parque del Retiro”? Hasta en los nombres están dispuestos a entrar a saco en su propósito de malvenderlo todo a intereses corporativos. Cada vez que monto en el metro… me llevan silenciosamente los demonios. Esta tarde, por ejemplo, cuando he tenido que bajarme en Vodafone-Sol para visitar a mis amigos de la librería Méndez en la calle Mayor, ¿por qué no Mayor-McDonald’s? me he comprado un libro de Seamus Heaney y en el camino de vuelta me he puesto a salvo leyendo poesía, que es un refugio contra la intemperie del mundo”.
Este párrafo indignado contra la añadidura de una palabra-marca a otra, que deforma el querido nombre de la estación madrileña por unos millones de euros que no benefician al público que usa el metro, ni respeta lo que data de tantos años, pone límites a la citada afirmación del mismo autor. ¿Caben, a la vez, el reconocimiento del valor económico del español y la negación explícita del uso de una palabra-marca -todas, en español, inglés o en otro idioma cualquiera pueden serlo- que produce un buen millón de euros anuales? Visiblemente, Muñoz Molina se opone a este ‘sacrificio’. Su comentario, aunado al reconocimiento del valor económico del español, contribuye a que pensemos que el beneficio económico de la lengua ha de respetar la tradición, la belleza del idioma, el recuerdo, los antiguos nombres conocidos y queridos, pues nada justifica ni exige la renuncia a aquellos valores intangibles que la lengua preserva.