La propuesta de ley de Registro Civil y de Cedulación deja en evidencia las tendencias sociales de un sector de la población que intenta visibilizarse e imponer su particular visión de la vida y de la sexualidad. El Gobierno entra en el juego de la imposición y, en base al argumento de los derechos individuales y al respaldo mayoritario de votos, intenta dar luz verde a una ley que no responde a los intereses de la mayoría ni a los del bien común sino, simplemente, a los intereses de los transexuales. Reconocer su realidad y sus derechos me parece justo, pero obligar a todos los ciudadanos a registrarse en clave transexual me parece un exceso y una manipulación de tomo y lomo .
La cultura posmoderna ha hecho de los derechos individuales un mito y, en consecuencia, un freno para cualquier desarrollo comunitario. La moral individual, la afirmación del propio yo a costa de lo que sea y de quien sea, ha ido minando la cultura comunitaria, fraterna y solidaria propia del cristianismo. Una cultura así, que piensa en el hermano y en el vecino antes que en los intereses personales, cuestiona la economía y los intereses de un mundo profundamente individualista y liberal.
Lo que está en debate no son simplemente las palabras o los conceptos, sino toda una visión de la vida y de la sexualidad humana. Una cosa es el sexo que tengo y otra el sexo que deseo. Cuando el deseo (tan confuso y tan voluble) se sitúa en el contexto de la cultura transexual acabamos cuestionándolo todo: la identidad, la familia, la moral… No es justo que nuestros políticos nos impongan semejante cosa. Al final, nos vemos todos obligados a un trágala que sólo se entiende desde la dictadura de la minoría (transexual) avalada por la mayoría no de personas (pensantes) sino de votos (emitidos). Sería necesario preguntar a los ciudadanos (de cuya participación se hace gala), si realmente están de acuerdo (más allá del reconocimiento de los derechos de cualquier minoría) con las políticas indiscriminadas de género, con el matrimonio homosexual, con la adopción de hijos por parte de los homosexuales, con el reparto indiscriminado de anticonceptivos a adolescentes de 12 años sin consentimiento de sus padres, etc. Discernimiento, consulta y voto fortalecen la democracia. Y eso es lo que habría que hacer .
Por otra parte, este tema nos obliga a todos a ser autocríticos. Quizá el poder y quienes se mueven entre sus círculos piensen que los tibios católicos está dispuestos a consentir una sociedad libertaria en la que puedan, cuando a ellos le convenga, echar una cana al aire y transgredir la propia moral.
Esta no es la hora de la tibieza, sino del compromiso social y político que nos lleve a todos a defender éticamente nuestros principios y valores: a los ciudadanos de a pie que no se ven reflejados en sus intereses y en su moral por estas leyes y procedimientos, y a los políticos creyentes que tendrían que expresar con mayor decisión y coherencia el sentido ético y político de su vida… aunque vayan contracorriente.