El pasado 9 de enero leí en el País Semanal una sugerente entrevista a Pascal Bruckner, escritor y pensador francés que ha publicado un libro feroz, tierno y apasionante: “Un instante eterno. Filosofía de la longevidad”. Entre los muchos temas que toca me ha conmovido el de la vejez y la resignación de aquellos que siempre piensan que cualquier tiempo pasado fue mejor.
¿Cumplir 60, 70, 80 años será una guillotina y la muerte una derrota segura? ¿Tendrán razón los que se ponen (algunos demasiado pronto) el uniforme de la vejez? Sin duda que la vida intensa y bienestante de Bruckner no es el metro patrón, comparable con la vida plana y empobrecida de la mayor parte de los desheredados de este planeta. Pero sus inquietudes, en la medida en que envejecemos, nos salpican a todos.
Son muchos los que se dedican a la búsqueda del tiempo perdido (como las mujeres entradas en años que se pintan incluso lo que no tienen, para ser, al fin y al cabo, viejas a colores). Otros, vencidos por el desencanto, se refugian en el dulce no hacer nada, devotos de las zapatillas y del pijama. Entre unos y otros es preciso cultivar, como un regalo caído del cielo, la condición humana capaz de amar, de aprender y de crear mientras dura el aliento. Algo bueno se puede hacer, entrelazado con el cuidado de la espiritualidad, la oración, la música, la lectura, los amigos y un montón de cosas más. De jóvenes pensamos que todo es para siempre, lo cual es sólo una ilusión. Nos guste o no, está el tema de la muerte, la nada y el duelo, nada fácil de asumir en paz. La muerte pasa pronto y, al final, queda lo vivido y amado y, si se tiene la ventaja de ser creyente, la vida en las manos de Dios.
Pascual Bruckner refleja con fuerza el estoicismo de mucha gente que trata de vivir al día saboreando algún que otro sucedáneo de la felicidad. El sentido de la vida es otra cosa. Y la felicidad también. Vivir bien mientras se puede calma los nervios pero no es suficiente.