Duele constatar que los solemnes señores de la Supercom, la mayoría del gabinete ministerial, los genios de la Senescyt, los comandantes del bureau político, y su jefe máximo y caudillo, jamás leyeron a Persiles Castro. No creo que aquello se deba a que eran niños o jóvenes cuando Persiles se consagró como una figura cimera de la columna de humor en el periodismo ecuatoriano, allá a principios de los años setenta, sino que se trata de un problema más grave, más estructural como dirían los marxistas, que rebasa la coyuntura. Si lo hubieran leído las mentes lúcidas a cuya merced nos ha puesto el voto popular conocerían que el “delirio de persecución es un deporte nacional”, que la “chispería es un estado ideal”, que “el maquillaje es arte de las mujeres y los gobiernos”, que “el baño turco es la democracia”, y “que no solo de títulos vive el hombre”. Tendrían, quizá, una perspectiva más amplia del país y sus riquezas; más interesante que sus gritos de guerra; menos cursi que sus invocaciones melosas al Che Guevara; y este cambio de época que vivimos, esta revolución hermosa, alegre, brillante y ciudadana, fuera menos aburrida, no olería tanto a paquete publicitario, sería menos golosa del lugar común, menos llena de muertos que entierran a vivos, menos empachada de unos cuantos vivos que se aprovechan del despiste de otros tantos muertos (de hambre por el poder). Si lo hubieran leído, digo, podrían entender la “función social del pellizco”, el “superlativo de la tontería”, “las devociones de la moda”, “qué hacer para que emigren los poetas”, el “dime qué epítetos usas y te diré quién eres” y la “mitología del calvo”.
Pero no lo leyeron. Y ahí está el problema. Esa es la variable independiente que explica lo que nos sucede como República. Y es que nuestros evolucionarios no entienden el humor, se olvidaron de reír, se emborracharon de mesianismo, encasquillaron sus sonrisas, y lo más grave y peligroso (por quedar bien con el Jefe), le perdieron el miedo al ridículo. Si bien Persiles Castro argumentó sobre el derecho al ridículo e, incluso, escribió un responso por el zoquete (aquel que es esencialmente obsecuente con sus patrones) el problema es que el proceso revolucionario que hoy nos exorciza, que primero arrolló a la partidocracia y a sus instituciones, que luego desenterró a Alfaro e hizo una Constitución para 300 años, que ha colmado nuestros paisajes de cemento, no pasa la prueba del humor, que como bien lo sostenía Persiles y así lo engendró en su hijo, es la prueba de la inteligencia. Por eso cabe la pregunta: ¿qué puede suceder con un país cuando sus gobernantes, en nuestro caso sus salvadores, ya no pueden reírse de sí mismos? ¿Qué males y riesgos nos pueden sobrevenir cuando estos quedaron ciegos de sus defectos y anularon la capacidad divina de sopesar su vanidad? Bueno, la respuesta está a la vista: nos exigirán entrecomillar nuestros pensamientos, nos cubrirán con asfalto y bienes importados, pretenderán vaciarnos el alma. Pero la buena noticia es que jamás nos quitarán la risa.