Aunque la dolarización resultó ser una medida providencial, la desaparición del sucre como moneda nacional significó un golpe más a nuestra frágil identidad, que se viera afectada poco antes por la firma de la paz con el Perú. Esta fue, sin duda, otra medida acertada, pero, desvanecido el cuco de la amenaza peruana que unificaba y movilizaba al país desde los tiempos de la batalla de Tarqui, recrudeció el regionalismo y se escucharon esas voces separatistas que ya las había sufrido el mariscal Sucre.
En ‘El mariscal que vivió de prisa’, la novela histórica de Mauricio Vargas, nos topamos con un Sucre más bien melancólico y demasiado sensible, cuya actitud ante el desgarramiento de la Gran Colombia prefigura en cierto modo nuestra actualidad suicida. Porque el mejor estratega militar de la Independencia, astuto y visionario, maestro de los rodeos, que había superado amenazas mucho mayores, camina hacia una emboscada fatal de la que media Colombia (y el general Flores) están enterados, y que significó el tercer golpe a una república que nacía en las peores condiciones.
En efecto, la élite quiteña había sido masacrada el 2 de agosto de 1810, y seis años después fue fusilado el nuevo líder, Carlos Montúfar. Nuestra última carta era Sucre, cuyo enorme prestigio habría fortalecido a un país desunido, arruinado por las guerras independentistas y la Deuda Inglesa, ubicado precariamente entre poderosos vecinos.
Dos siglos después vemos cómo el frágil Estado que logramos construir es atacado a mansalva por diversos grupos que intentan exprimirle hasta el último centavo. Gentes, caudillos, ideologías que no se identifican con él ni sienten que deban respaldarlo. Por el contrario, a la izquierda marxista indigenista, desde el siglo pasado, le basta con añadir la etiqueta de ‘burgués’ al Estado nacional para que se convierta en el objetivo a demoler.
Otros –cuyo personaje emblemático fue aquel matemático que se trepó a quitar la placa de una calle de Guayaquil, la Pichincha, en el fatídico año 99– le añaden la etiqueta de ‘centralista’, inventan un relato falso de sus maldades, demandan subsidios y rentas exorbitantes y hacen pactos de la regalada gana para buscar el control del Parlamento cuando no pueden apropiarse directamente del Ejecutivo y usarlo como caja chica.
Algo semejante se advierte ya cuando uno sigue los pasos de Sucre por la novela de Vargas y mira las intrigas, traiciones y atentados que debió sufrir luego de la derrota final de la Corona en Ayacucho, cuando los caudillos militares entraron al arranche. Los únicos que podían frenarlos un poco eran Bolívar y Sucre; de allí el odio feroz que despertaron en sus subordinados.
Para colmo, las fechas cívicas que recordaban sus hechos heroicos se han desvirtuado en llamados a irnos de paseo para fomentar el turismo. Sin memoria seremos nada.